SENTIDOS.
La mala suerte de Joaquín no se hizo presente el día que le declararon en el juicio de salud el cáncer, tampoco cuando asistió a su primera quimio y se le esfumó el poco pelo que de por si ya tenía para esos años, no. Fue más bien en aquel ciclo laboral que pasó de internado en una oficina en Italia a sus 33: engordó tanto por las pastas que en el aeropuerto sólo le reconocí por el estornudo. Pocos en realidad lo saben, pero es quizá, de todos mis amigos, a quien más extraño. Lo perdí hace un lustro por aquel asunto zodiacal –como solía decirle él puntualmente a su letal y fiel destino. “Hermano mío”, me susurró entre abrazos a los meses de haberse enterado por parte de un doctor con más saliva que diplomas en la pared, “estar presente en este tiempo prestado requiere de cierta responsabilidad. Hay que amar tanto la vida como para no extrañarla cuando te vayas. Hay que amarla de tal forma que sea ella quien te extrañe cuando ya no andes por acá.”
De él aprendí, lo digo con total cariño, que contar historias debía de ser parte de mis agonías. Que si bien el oficio de cuenta-cuentos nunca pagaría a bien el alquiler, a mi se me daba muy bien eso de andar de triste, pobre y vago. “Al menos uno elegantemente desencajado con el mundo”. También él escribía –a manera profesional– buscando el vago reconocimiento de la crítica y los expertos. Asunto al que nunca accedí pues si bien nuestras intenciones para con las letras eran distintas; él los palmarés y yo el abrazo de Adeline, ninguno de los dos logró siquiera estar cerca de lograrlos. Lo conocí a mis 30, el 27, y si bien tuvimos nuestras rencillas con el tiempo, los roces de los años, las cachetadas se solventaron siempre con algunos cuantos chistes sobre textos vacíos y silencios de momentos claros.
Fue él, obviamente, al primero que le conté sobre Adeline. Sobre su efecto en mi desde que la vi a través de la luz de algún vitral a campo abierto. “Conocí la magia, amigo”, le dije aquella noche entre capas de tequila y humo en el Savoy, “el polvo de los magos, el fondo de la chistera; las palabras mágicas para conquistar el mundo. Tienen el más bello de los rostros, el de una mujer. La más espectacular de todas.” A lo que respondió, no sin antes dar un largo silencio con un eco casi imperceptible y la mirada baja: “Espero al menos no te pase como aquel que amaba tanto el periodismo que acabo en la primera plana de la nota roja bajo el lema de: ¡Flechazo!”.
Sus palabras, que si bien fueron más pretexto que motivo en vida, siempre tuvieron un poco de sazón para con el final de sus días. Murió “patrióticamente” un 16 de septiembre. En la madrugada, recién empezando el día. “Este grito lo doy yo y nadie más”, dijo mientras nos miraba a los ojos con una sonrisa dibujada entre sus dientes y la comisura de sus penas, sobre la cama de su cuarto ya sin fuerzas poco antes de llevarlo al hospital con los ánimos más blancos que el cloro mezclado con cierto detergente. “Espero al menos no ser tan resistente como el plástico” nos había comentado con cierto temor en su última semana a manera de amarga y esperanzadora broma, cuando caminar era para él ya un vago recuerdo y el cantar a Agustín Lara, que le gustaba tanto, un suspiro muy cansado. “Al menos no quiero comenzar a tener los mismos pensamientos que tú con Adeline”, me dijo en lo que sin saber sería nuestra última cena juntos. “Tu sabes, esos de que un día abriré los ojos y toda esta magia seguirá aquí. Conmigo.”
A punto de rebasar las 4 el médico de guardia nos permitió la entrada a su cuarto, uno a uno, para despedirnos cariñosamente de él. Fui el último en cruzar ese umbral donde la muerte le flanqueaba sigilosamente a su derecha. Recuerdo casi a carne ajena que le tomé de las manos y le vi con ese intento de sonrisa que siempre he tenido y nunca me ha acabado por cuajar. “Verás el mundo hermano”, le dije, “verás todo aquello que nos hemos preguntado y aquí no hemos podido liquidar”. A lo que me contestó con cierto temblor sobre sus labios: “He entendido por fin, mi amigo, que mi única opción de haber ganado un premio literario habría sido si hubiera escrito una carta de suicidio.” Después guardó silencio y falleció a la mitad del ciclo del segundero más cercano.
Le recuerdo en ocasiones por las calles vacías de la ciudad, entre las luces neón de los vehículos y el gélido invierno de las navidades. En ocasiones, sí, lo recitó en algún bar pues todas sus memorias no pudieron llegar a buena hora a su imprenta favorita. Lo extrañó, claro, en los días magros y las jornadas cuerdas. Acaso porque su legado es igual al mío con Adeline: nuestras ganas se fueron simplemente convirtiendo, poco a poco, en el intento soso de cometer algún crimen literario.
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