SOMBRAS.
Su silueta la encontrabas siempre entre los claroscuros formados por la tenue luz de la barra y los neones de la rockola, en ese espacio vacío poco frecuentado que se limitaba a la entrada del servicio y los flojos adoquines que daban la extraña bienvenida a la bóveda de las sustancias prohibidas… Solíamos imaginar al menos que en ese sitio pasaban las cosas más atroces; que había gente siendo torturada sobre cuerpos inertes o bien pláticas candentes del pequeño grupúsculo de gente que en realidad domina al mundo, pero la verdad es que servía únicamente para guardar las salchichas, los panes y las ensaladas congeladas.
Se hacía llamar Joaquín y se postraba en ese mismo sitio todos los miércoles de quincena. Las leyendas cantaban que un amor le había quitado el rezo de la boca y el rebozo de las sienes; que se había convertido más en el reflejo de una persona que en el eco de sus memorias. Que era frío, calculador y que si bien decía unas palabras estas bien podrían atormentarte para toda la vida. Le conocí a detalle en esa quincena que estuve enamorado de Adeline, me dio la impresión de ser una de esas personas a los que el día de la boda el cepillo no iba querer entrarle por el pelo.
Aunque no le vi bien el rostro puedo decir que su semblante se me figuró más al de unos de esos europeos sin color cuyo nombre casi no tiene vocales. Su voz sonaba como llegada de la otra pared del cuarto y su sonrisa era un pequeño espacio hosco y oscuros entre sus dientes delanteros. Era una mancha en el ambiente y no faltaba quien confundiera su presencia con la de su propia sombra. Se notaba tan cansado y perezoso que casi estaba seguro que eso del amor le había salido algo tan caro como peligroso. Un día se postró en el sitio más claro del lugar, platicó e hizo sonreír a todos en el sitio. Jamás volvió a asistir, se esfumó tan a la medida como el humo de un cigarrillo se esparce entre el hielo seco.
En el bar las cosas eran así, temporales. Gabriel, que siempre dijo haber estudiado un semestre en la faculta de letras sin que nadie jamás lo pudiera comprobar, lo decía cotidianamente cuando se le subían los vodkas a la cabeza: “Aquí venimos para beber entre nosotros, pero nosotros no somos quienes nos hacemos beber. Es el amor. El amor. Debemos pues mantenernos mal enamorados… Si bien la felicidad no la encontraremos nunca en la última gota del tarro, tampoco lo haremos entre los brazos de una dama. Así que Salud señores. A seguir bebiendo”. Después callaba y solía vérsele una gota de sudor (algunos decían que era una lagrima) sobre el rostro ante la repetición del silencio dejado en el lugar. Si alguien acaso pensaba lo contrario después del discurso desenfocado de Gabriel, dejaba su vaso en la barra y corría a su casa para abrazar a su esposa, sus hijos o su perro. Yo pensé en hacer lo mismo un día, pero ya alejado del lugar me enteré que no contaba con las más minima dirección de mi destino. La casa de Adeline era el templo al que los curas no tienen derecho a entrar, la X de un mapa de piratas, la caja negra de un avión vencido o eso que muchos llaman El Paraíso… ¿Cómo describirla?, pues si bien ella me hacía sentir indestructible –inamovible ante el embiste de un huracán– en medio de la calle desnudaba mis ansías al no saber a que punto cardinal mandarle el beso. Era ese tipo de mujer: la que todos mandamos a hacer en sueños y un día se te hace realidad.
“El traje de caballeros no es para todos los hombres”, me dijo Joaquín casi sin mover los labios esa noche en la que compartimos el maní y la cerveza, “a algunos les queda como a un sastre se le da el arreglo del calzado infantil. A otros, en cambio, como a ti y a mi, sólo nos queda con la mujer adecuada.” Las oxidadas armaduras de los siempre habidos clientes del bar en ocasiones se despintaba pero en otras ocasiones mostraban voluntad. Como a Ronnie Sixto, otrora saxofonista de una banda de jazz. A ese el enamoramiento le cambiaba el semblante y le daba por querer volverse un baladista exitoso. Manuel Cisnega, por ejemplo, siempre estuvo enamorado de una mujer de Michoacan a la cual nunca le confesó en vida sus sentimientos. Como todo en él era ironía, falleció atropellado el mismo día que la invitación de la boda llegó a su casa. “Mejor por una llanta que por un corazón roto”, dijo Saúl mientras me preparaba un té helado después de que asistimos a su entierro. El caso aquí es que hasta antes de su muerte siempre me aseguró que el amor era un músculo que debía ejercitarse con la pluma. Para prueba sus últimas palabras, mandadas por correo a ese, el amor de su vida, y recibidas tres meses y medio después de su sepelio gracias al departamento de correo. Tuve la oportunidad de verlas escritas en su prima versión sobre una servilleta manchada de salsa catsup. Eran breves, decían: “¿Sabes de que trata el amor? Trata de ti.”
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