Un Viaje No Escrito.
Cuando se disipó el humo dentro del salón, el cigarro de Don Alberto se mantenía con su clásica hilera de ceniza intacta entre los dedos. Su mirada descansaba entre el aliento del trompeta y el brillo que emanaba de una de esas coronas doradas tan de moda con que gustaban los músicos adornarse los dientes desgastados, tan sólo un par de minutos atrás un solo que emanaba cierto tema nocturno de Thelonius le había hecho cambiar de posición; erguida sus espaldas hacía ese humo seco que Manriquez colocaba siempre con pésimo gusto hacía la parte final de las presentaciones (al igual, claro, que ese espeso telón color vino de resquebrajado terciopelo). Sobre su frente brillaba un cansino tono morado –muy apagado, casi azul– proveniente de uno de esos haces de luz que se prendían cuando la última melodía era interpretada. Si mal no recuerdo, aquella fue una noche frugal, húmeda y encapotada en emociones incomprensibles sin el paso de los años. De las que el buen Arney, el portero –vendedor de heroina– y autonombrado crítico musical, solía decir que eran perfectas para gastarlas escuchando a Dexter Gordon y esperar el alba sentado en una banqueta con senda botella de ron. A decir verdad, la primera vez que le vi en el lugar–cuando supe a bien que de su figura emanaba un volumen mayor a su enmudecida postura– este me dio la impresión de ser el tipo de personas que se creen un pez grande en río pequeño, como esos niños-dios que son más grandes que cualquier otra figura del nacimiento. Claro está que después le conocí y descubrí que en realidad era más heno que fantasía. Más leña que promesa de fuego. Aunque eso, claro, no le afectaba, como nada pareció entorpecerle aquel día ese extraño esbozo de nostalgia que se le dibujaba entre los labios mientras el pianista realizaba el regreso al tema principal. Inconmensurablemente enfundado en su traje favorito de color café oscuro, con sus zapatos recién boleados y sobre la mancha de humedad que tanto criticaba, esperó hasta que el último eco de los acordes se fundiese con los aplausos de la audiencia para beberse el resto de su copa de vino de un solo tajo, darse la vuelta y retirarse sin derramar una sola pizca del otrora fuego que cuidaba recelosamente entre sus manos.
No es muy fácil olvidar el fresco color del semáforo que nos detuvo en aquella esquina en que compartimos por primera vez las sombras. Amanda me había dejado un par de días atrás: una ida sin regreso y para siempre; con la mudanza en proceso y el polvo ahogándome las anginas de la espera –los tapetes como techo y los suelos como abrazo… Con los ánimos por los suelos solté la confesión en voz alta a manera de expiación mientras le miraba con cierto recelo fumar un marlboro rojo. Calladamente tosió y se limpió la garganta. No sé si no quiso mirarme o simplemente no se atrevió, pero observando la luna rompió todo efecto sonoro cuando los coches se detuvieron nuevamente frente a nosotros: “De los corazones rotos se aprende lo mismo que la vida enseña a un cirujano cuando pierde a su primer paciente, hijo. Es algo que duele, sí, pero más vale que te vayas acostumbrando.” Después se me acercó y me dio una golpe por la espalda mientras me dedicaba unas palabras al oído para después alejarse entre la neblina citadina; su figura se desvaneció entre ondas de autoestéreos y ruidos de carburador. Fue entonces que supe que era uno de esos sujetos de los cuales uno puede suponer todo a espera de equivocarse sin falta. De los que por más que los interpretes, siempre habrá un agujero por usar con el tintero. Un personaje existente situado en un viaje nunca escrito. La gente solía tenerle desconfianza, apartarse de él, pero creo que fue porque no lo conocieron teniendo el corazón deshecho… O bien qué puedes esperar de un hombre que al primer encuentro se despide diciéndote: “A mi me han abandonado 15 veces muchacho, ¡Quince! Y en todas ellas la misma mujer, siempre la misma mujer.”
Fueron ciertas arenas atrapadas en algunos oxidados segunderos las que nos hicieron alguna especie de colegas e influencias mutuas. Irregularmente los fines de semana solíamos apostar quien hallaba los mejores bares de músicos amateurs de Jazz en la ciudad. Nos sentábamos en la barra y sin decir palabra alguna escuchábamos hasta el final de los alegatos. Luego salíamos a fumar, yo descargaba mis nuevos quebrantos amorosos y él apuntaba la puntuación de los nuevos talentos encontrados. Cuando no hallábamos algún sitio a donde ir, el Manriquez siempre era una opción donde descargar las fuerzas. En ocasiones íbamos a su casa y pasábamos la velada escuchando parte de su colección, a veces se nos juntaba Arney o algún amigo (cliente) de él, pero la mayoría del tiempo la pasábamos con algunos de sus vecinos. Gustaban ellos de ver el amanecer desde el balcón con alguna balada de Art Farmer, Soul Eyes siempre como opción. Solíamos estar en silencio y dejar que el sueño se escapase entre el sonido del scratch y el humo de los químicos que acompañaban el ambiente. Desayunábamos con whisky en un pequeño sitio que abría todos los días en la parte baja de su edificio y después cada quien tomaba camino. Sin saber cuando sería la próxima vez. Sin saber si en un rincón se encontraba una nueva Amanda o una nueva Sarah para cada quien… Hasta que, claro, sucedió.
A su puerta tocó de la nada, como si el pasado fuese una pequeña red para el cabello que simplemente se acomoda o bien despeina. Una pomada, una caricia. Se le comenzó a ver cada vez menos por los sitios donde frecuentaba. De vez en cuando me daba el chance de pasar por ellos y si acaso una mirada cruzada, un saludo a la distancia mientras lo veía disfrutar, sonriente y tomado de la mano, alguna pieza de Hank Mobley o Jimmy Smith. Por aquellos momentos prefería embriagarme con tequila en los bares de la zona norte, donde hasta altas horas de la noche podías oír desde Ray Brown y Curtis Fuller hasta la Big Band de Francy Boland y Pharoah Sanders, némesis del paladar de Don Alberto. Pero claro, llegó la noche, esa noche en que me hallé casualmente en el Manriquez y se disipó el humo del salón; su cigarro con la clásica hilera de ceniza intacta entre los dedos. Su mirada descansando entre el aliento del trompeta y el brillo que emanaba de una de esas coronas doradas tan de moda. Me acerqué a él en el mismo semáforo en que nos conocimos. No le miré ni dije nada, simplemente me coloqué a su lado y encendí un cigarro. De nuevo fue él quien rompió el silencio: “Qué puedo decirte, colega, tan sólo soy de esas personas que tanto se han despedido de sus amantes al verlas partir en la misma estación de tren, que mejor han decidido enamorarse de las vías.” Me dijo que su récord alcanzaba ahora los 17 y que esa sería la cifra definitiva. No quise hacerme de sus razones y a bien continuamos el puente que habíamos dejado atrás, con los whiskys en el desayuno y los amaneceres con metales.
Me despedí de él un 19 de Junio, un diario local a unos 700 km de la ciudad me esperaba. Había terminado mis estudios de posgrado y tenía unas ganas inmensas de nuevos aires, de nuevos brios. Nos despedimos por teléfono sin nostalgias y prometimos volvernos a ver a cada año, promesa que ambos sabíamos jamás debía cumplirse. Nunca supe a bien como fue que se enteró de mi boda, pero hasta ella llegó su regalo: un pequeño sobre con la carta que le había dejado Sarah la última vez que le abandonó. El sobre rezaba con su puño y letra: “De ser, que sea así”. El resto en el interior decía:
No quisiera describirme como una mala mujer, cariño ¿Quién lo quisiera? Pero si lo soy, tendré que vivir con ello, ya no me importa. En realidad me gustaría verme más como aquellas personas que no se dan por recordar a bien los puertos donde ha encallado su amor. O el de los demás. Y eso se debe a que a mi lo que siempre me ha llamado la atención es el mar abierto. Su océano casi infinito. No quiero ser insinuante, pero a pesar de todo el afecto que nos tuvimos, debo serte sincera y decirte que dentro de ese universo construido por las lagrimas de quienes han perdido algo en esta vida, siempre me resultaste apenas la espuma de una ola. Y yo, yo necesito navegar.
A pesar de que un par de años después supe que su cuerpo haba sido encontrado en su cuarto después de 5 días, no había vuelto hasta ahora a la ciudad. Algo siempre me dijo no debía de hacerlo. A bien recuerdo que en una ocasión, sentado en la esquina de la barra de algún bar, una mujer vestida de rojo que me recordaba plenamente a Amanda –con ese mismo vestido rojo con que la recordaba siempre– se me acercó con las intenciones más sensuales que recuerdo; labios carmín y pelo oscuro, lacio, una sonrisa fresca y aliento a alcohol. Una cierta frase crepuscular y sinsentido como saludo: sonrisa chueca pero más sincera que atrevida, encías blancas e imaginarias: manos tersas… Pero tajantemente dije que no, no a toda pretensión simple y llana debido a que en el sitio no sonaba alguna pieza de Henry Red Allen, ni siquiera Cherry, ni siquiera alguna versión cantada de The Nearness Of You. Y entonces me di cuenta que cierta parte de mi se convertía en Don Alberto, en la esencia de quien tiene mucho que decir pero a nadie a quien lo escuché. De quien huí al poco tiempo pero sí busqué en ese mismo instante. Agitado, corriendo por la calle y entre bares de Bop y Swing llegué hasta encontrarme con su aliento de alquitrán. “No te apures amigo, mírate en mi. Me he peleado tanto con la suerte y sus cenizas, que cada que me encuentro en la calle a una mujer que me abate el corazón, prefiero perderla de vista antes que conocerle las espaldas y los despidos.” Caminamos un largo trecho con dirección al centro y al llegar a una glorieta nos despedimos, sin abrazos ni manos cruzadas, como quien sabe que al otro día estará ahí el día y la noche… Pero jamás volvimos a vernos.
Quizá algunos piensen que lo primero que debí de haber hecho al llegar fue buscarle en su descanso, despedirme de él, pero no, no lo hice. Tomé rumbo directo hacía el sur, me desvié por la avenida central y seguí hasta la calle 6. Entre a la Colonia Central y me estacioné a unos cuantos metros del Manriquez, que ahora no es más que una pila de escombros con el techo caído y caminé hasta lo que alguna vez fue su entrada principal (el sitio de Arney), con la nostalgia sobre los hombros y la vista enrarecida –tengo ahora 7 años más de los que tenía Alberto cuando murió. Y sonará raro, pero sé que logré escuchar el eco de alguna pieza de Dizzy cuando toqué a la puerta y dejé en su filo la nota con que se oso despedirse. Aquella que me hizo llegar sorteando todas las circunstancias antes de partir:
Aquí te quedas mi viejo y buen colega. En los limites del litoral en que viví tratando de capturar el horizonte. Ahora mi turno ha llegado, me voy, pero no sin anhelos. Créeme que no deseo más otra cosa que no sea cruzar el mar, a sus anchas y a sus largas. En su plenitud. Cruzarlo y conocerlo, llegar a su fin, como el mío ahora. Y quizá así, quizá, algún día dejar de ser simplemente residuo de sal.
Si soy sincero, no hay mejor tumba que los restos de aquello donde realmente viviste. Claro que eso no lo había pensado hasta estar ahí, frente a ese lugar donde vi pasar algunos de mis mejores momentos de juventud. Y claro, tantas cosas más que pasaron por mi mente mientras me dirigía de nuevo a mi carro para tomar rumbo. Mi salida no fue ni tan heroica ni tan especial como quizá debiera: abrí la puerta, prendí el motor, busqué en la radio alguna estación local de Jazz y tomé camino hacía el centro en búsqueda de un algún lugar donde poder cenar con alguna banda en vivo. Pero si soy sincero, algo me inquietaba, algo me hacía sentir molesto. Y entonces, mientras tomaba mi primera copa de vino y la notas comenzaban a inundar el sitio, me dije que quizá alguien podría terminar esto de mejor manera. Tal vez con un final donde me alejo del Manriquez caminando. Donde a cada paso que doy me hago cada vez más joven hasta hallarme con Alberto en algún sitio, quizá la esquina donde nos conocimos. Y entonces fumamos un cigarrillo y él me dice una más de esas frases tan a su pesar. Y así, reencontrados, seguimos caminando por las calles, y caminamos y caminamos sin dirección. Y que mientras lo hacemos vamos dejando un rastro de hielo seco que sale por debajo nuestros pantalones; humo seco, mucho, que se convierte en neblina. Neblina que comienza a cubrir por completo a la ciudad hasta hacerla desaparecer. Y entonces caminando, sin sentido, desaparecemos todos.