Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

lunes, 30 de marzo de 2015

Aromas

Aromas.


No hay imagen más hermosa que la de una mujer recién arreglada a las seis de la mañana jalando una maleta por la calle, sombrilla en mano, caminando hacía la nada. De alguna forma sabes que ha decidido tomar la aventura, dejar todo ese pasado detrás y perpetuarse hacía un lugar ajeno, lejano y mucho mejor. Lo digo porque suelo caminar en sentido opuesto a esas mismas horas y al verlas pasar a mi lado me sonrojo. Lo digo honestamente: el aroma de la libertad y el sueño que de ellas emana nutre las plantas de la calle y se puede suspirar el polen de toda esa suspicacia, del pasado que abandonan y no habrá de retornar. Suelo no mirarles a la cara, siento que si absorbo su tristeza puedo echarles a perder todo ese nuevo destino. Al fin, qué más se podría esperar de un hombre que nació sin boleto para la rifa pero siempre es invitado a ver la tómbola girar. “El destino, para bien o para mal”, juraba el buen Saúl siempre detrás de su barra, “no está en madrugar cada vez más temprano sino en pisar el camino y atreverse a apostar.”

En las noches de luna llena Pablo solía transformarse en una especie de consejero  sentimental para todos en el bar. Nunca supimos a bien el porque, si acaso era debido a una especie de maldición gitana o bien tan sólo una extraña y mal llevada costumbre familiar. Quizá porque el ambiente se llenaba más de aroma a puro en esos días y eso le hacía sentirse más serio y maduro de lo que en realidad era. No obstante sus razones, a nadie en realidad le interesaban, solía decirnos que eso del amor tenía una relación similar con la de un hombre y sus ganas de hacer arte. “Unos sufren tanto para hacerlo y otros no hacen nada para disfrutarlo. Unos sudan por finiquitarlo y otros sólo gastan su saliva al mal-interpretarlo.” Que al final de cuentas debíamos de dejar las cosas pasar, que si bien comenzábamos a querernos debíamos dejar de pensar en las pasiones como un enemigo imposible y tratarlas como una fuente de inspiración. “En cuanto más llenen el closet de bocetos, amigos míos, menos tendrán espacio para un acompañante. Se los juro, y aún así se sentirán acompañados.” A mi en cierta ocasión me dijo que lo más sensato era que me perpetuara en el mundo sin encajonarme en un rincón. Que eso de estancarme no me iba, que hiciera lo que hiciera no habría clavos hechos a la medida para mi ataúd y que al final de cuentas habría de conformarme con la lluvia en mi sepelio junto a alguna canción sosa durante los rezos. “Hombres como tú hermano, te lo digo honestamente, terminan siempre con pintura entre las uñas, el corazón en pedazos y el cuerpo hecho girones. Inoportunos desde la cuna, una obra cubista en si. Pero no te sientas mal…”, concluía, “…no te desanimes. Siempre acaban con los ojos tiernamente llenos de esperanza. ¡Por Dios!, cada que te veo me dan ganas de darle el sí a mi mujer de nueva cuenta.” 

En aquellos 15 días en que viví el sueño en laberintos decidí abandonarme y vivir todo ese misterio a conciencia, sí. Sentir los brazos de la locura y la tinta que se esparce entre los muros de la historia no se puede todos los días, no se aparece alguien en cada esquina que te invité, sin saber, con su voz a hacerlo. No soy de aquellos que van en cada pasillo del supermercado tratando de implementar la atracción, mi naturaleza de imán se acerca más hacía una brújula sin manual en medio del océano que en una lluvia de estrellas, donde simplemente no hace falta. Lo digo abiertamente, gasto mis palabras ahora, y a mi gusto, antes de que me llegue el diploma de despido más grande que se la haya otorgado a alguien. Las historias no se deben de guardar en el tintero. Joaquín me lo dijo poco antes de su muerte: “Somos ese legado de hombres a los cuales incluso les gana su sombra la partida del Poker. No así, siempre les dejamos cantarnos la canción de cuna antes de dormir.”

“Siempre será un camino largo”, decía Gabriel con su cotidiana nostalgia desbordante, “incluso nuestros últimos instantes los sentiremos eternos. Ya lo sabrán.” Y quizá tenga razón hasta cierto punto, ¿quién puede llegar a saberlo y contarlo abiertamente? Quizá, sí, lo digo con total claridad. Quizás algún día, y en uno de esos sueños en que no pasan otras cosa más que despedirse de la cordura, me encuentre en esas caminatas diurnas a Adeline y por fin pueda tomarle de las manos para juntos caminar hasta ese lugar donde la espera es tan franca que no se hace fila para saberse enamorado. Eso, claro, no hacía falta decirlo, resulta hasta cierto punto obvio, pero cuando todo terminó en un vacío silente no podría haber hallado mejor manera para redactar con señales de humo al horizonte un sincero y definitivo: Te Extraño, Te Quiero y Hasta Luego.

viernes, 27 de marzo de 2015

Sentidos

SENTIDOS.


La mala suerte de Joaquín no se hizo presente el día que le declararon en el juicio de salud el cáncer, tampoco cuando asistió a su primera quimio y se le esfumó el poco pelo que de por si ya tenía para esos años, no. Fue más bien en aquel ciclo laboral que pasó de internado en una oficina en Italia a sus 33: engordó tanto por las pastas que en el aeropuerto sólo le reconocí por el estornudo. Pocos en realidad lo saben, pero es quizá, de todos mis amigos, a quien más extraño. Lo perdí hace un lustro por aquel asunto zodiacal –como solía decirle él puntualmente a su letal y fiel destino. “Hermano mío”, me susurró entre abrazos a los meses de haberse enterado por parte de un doctor con más saliva que diplomas en la pared, “estar presente en este tiempo prestado requiere de cierta responsabilidad. Hay que amar tanto la vida como para no extrañarla cuando te vayas. Hay que amarla de tal forma que sea ella quien te extrañe cuando ya no andes por acá.”

De él aprendí, lo digo con total cariño, que contar historias debía de ser parte de mis agonías. Que si bien el oficio de cuenta-cuentos nunca pagaría a bien el alquiler, a mi se me daba muy bien eso de andar de triste, pobre y vago. “Al menos uno elegantemente desencajado con el mundo”. También él escribía –a manera profesional– buscando el vago reconocimiento de la crítica y los expertos. Asunto al que nunca accedí pues si bien nuestras intenciones para con las letras eran distintas; él los palmarés y yo el abrazo de Adeline, ninguno de los dos logró siquiera estar cerca de lograrlos. Lo conocí a mis 30, el 27, y si bien tuvimos nuestras rencillas con el tiempo, los roces de los años, las cachetadas se solventaron siempre con algunos cuantos chistes sobre textos vacíos y silencios de momentos claros.

Fue él, obviamente, al primero que le conté sobre Adeline. Sobre su efecto en mi desde que la vi a través de la luz de algún vitral a campo abierto. “Conocí la magia, amigo”, le dije aquella noche entre capas de tequila y humo en el Savoy, “el polvo de los magos, el fondo de la chistera; las palabras mágicas para conquistar el mundo. Tienen el más bello de los rostros, el de una mujer. La más espectacular de todas.” A lo que respondió, no sin antes dar un largo silencio con un eco casi imperceptible y la mirada baja: “Espero al menos no te pase como aquel que amaba tanto el periodismo que acabo en la primera plana de la nota roja bajo el lema de: ¡Flechazo!”.

Sus palabras, que si bien fueron más pretexto que motivo en vida, siempre tuvieron un poco de sazón para con el final de sus días. Murió “patrióticamente” un 16 de septiembre. En la madrugada, recién empezando el día. “Este grito lo doy yo y nadie más”, dijo mientras nos miraba a los ojos con una sonrisa dibujada entre sus dientes y la comisura de sus penas, sobre la cama de su cuarto ya sin fuerzas poco antes de llevarlo al hospital con los ánimos más blancos que el cloro mezclado con cierto detergente. “Espero al menos no ser tan resistente como el plástico” nos había comentado con cierto temor en su última semana a manera de amarga y esperanzadora broma, cuando caminar era para él ya un vago recuerdo y el cantar a Agustín Lara, que le gustaba tanto, un suspiro muy cansado. “Al menos no quiero comenzar a tener los mismos pensamientos que tú con Adeline”, me dijo en lo que sin saber sería nuestra última cena juntos. “Tu sabes, esos de que un día abriré los ojos y toda esta magia seguirá aquí. Conmigo.”

A punto de rebasar las 4 el médico de guardia nos permitió la entrada a su cuarto, uno a uno, para despedirnos cariñosamente de él. Fui el último en cruzar ese umbral donde la muerte le flanqueaba sigilosamente a su derecha. Recuerdo casi a carne ajena que le tomé de las manos y le vi con ese intento de sonrisa que siempre he tenido y nunca me ha acabado por cuajar. “Verás el mundo hermano”, le dije, “verás todo aquello que nos hemos preguntado y aquí no hemos podido liquidar”. A lo que me contestó con cierto temblor sobre sus labios: “He entendido por fin, mi amigo, que mi única opción de haber ganado un premio literario habría sido si hubiera escrito una carta de suicidio.” Después guardó silencio y falleció a la mitad del ciclo del segundero más cercano. 

Le recuerdo en ocasiones por las calles vacías de la ciudad, entre las luces neón de los vehículos y el gélido invierno de las navidades. En ocasiones, sí, lo recitó en algún bar pues todas sus memorias no pudieron llegar a buena hora a su imprenta favorita. Lo extrañó, claro, en los días magros y las jornadas cuerdas. Acaso porque su legado es igual al mío con Adeline: nuestras ganas se fueron simplemente convirtiendo, poco a poco, en el intento soso de cometer algún crimen literario. 

martes, 24 de marzo de 2015

Bolero

BOLERO.

Aunque a muchos les costaba creerlo, su nombre fue siempre en realidad Marco Polo. Lo dubitativo provenía, claro, de su rostro: tenía de explorador lo que yo de suerte para las conquistas. Éramos, por así decir, similares en ese aspecto. Se sentía –y era hasta cierto punto– una especie de celebridad en la televisión local: contaba con una de esas nocturnales emisiones de música vernácula donde los supuestos trovadores locales podían ir a ensayar sus canciones con el audio más atroz y el eco más insoportable. Su patiño durante años en el programa fue un muy buen amigo mío, Paco, un hombre cuyo atisbo y carácter se medía del inicio de su cartera hasta la boca de la botella más cercana. Lo estimé bastante por algún tiempo pues, no importaba el momento, su nostalgia y amargura siempre construían el castillo de su opinión. Se lo dije muchas veces de la manera más atenta: “Hermano, eres lo que ninguno de nosotros algún día podría llegará a ser: el objeto de estudio de unos esos estudiantes de comunicación o psicología urgidos por su tesis en el último semestre.” 

No es que quiera sonar presuntuoso, no, pero me enorgullezco al menos de poder decir que serví, de alguna manera, como conejillo de indias para Adeline, ¿quién más pudo servirle de alfombra sucia con tantas personas tras ella con intereses tan versados? No es que me haga a menos, para nada, pero cuando me imagino que será de ella admito que siempre la visualizo en un prado muy verdoso con los pies descalzos sobre el pasto. En alguna ocasión me hizo saber que era una de sus cosas favoritas, asunto que siempre me ha parecido las más bella casualidad: a mi me encanta imaginármela así.

Fue poco después de mi cumpleaños que acompañé, no sin reservas, a Ronnie Sixto para que participase en el programa de Marco Polo –una producción tan obvia como su titulo: “Noches Románticas”. Las cosas solían ser así en esos días: burdas y hasta cierto punto coloquiales y sobradas. No obstante rememoro como en aquella ocasión se situó en su taburete y le siguió el paso, no sin resquicios y dudas, a la “Orquesta Sentimiento” sobre un popurrí de Cuco Sánchez & José Alfredo. Era un especial –nada particular realmente– para los profesores de una primaria de gobierno. Lo digo sin temor a equivocarme: el sonido era tan atroz como el de un gimnasio repleto de obesos a los 15 minutos de empezar la rutina. 

Para sorpresa de los 7 televidentes que sintonizamos la emisión aquel 14 de Mayo, Marco Polo jaló del gatillo de una arma sobre su nuca justo en medio de la actuación de un tipo que se hacía llamar “El Amoroso de Durango”. Irónicamente interpretaba el estribillo de “Solamente una vez” de manera desentonada cuando se suscitó el hecho. Su interrupción quizá más poética quedo marcada con ese trágico final; el suyo... Del suicidio Paco solía decir que era uno de sus actos que más que desesperación resultaban ser toda una obra de arte. Que las cartas de despido, por ejemplo, debían de escribirse a conciencia unos seis o siete meses para que al tener de frente ese vacío no sintieras que la muerte te agarraba con alguna que otra asignatura pendiente. Del hecho suscitado con su compañero de foro sólo mencionó, un par de años más tarde y con unas cuantas copas de más sobre la barra: “Su legado será siempre el ser uno de esos recuerdos que dejan un suspiro. Un suspiro que en realidad a nadie la dará un respiro mayor a los 10 segundos.”

Con los ánimos decaídos en el bar debido al hecho, Saúl se sentó en la barra conmigo un día y me dijo: “Imaginate que te encuentras al amor de tu vida 15 años después de su partida y te mira justo a los labios para confesarse: Mi madre me ha dicho que hombres como tu sólo llegan una vez en la vida, pero ¿sabes? Yo no lo creo así”. Sonreí, le di un sorbo a mi cerveza y le cuestioné a que iba todo ese mal trecho cuento. Me respondió de manera sincera y levantándose de su asiento dándome una palmada por la espalda: “Bueno, siempre he creído que eres uno de esos hombres a los cuales la vida no puede hacerles mejor piropo”. Entonces me sirvió un Ron y reímos como locos. 

Con Adeline las cosas no funcionaron porque la vida es una de esas personalidades que buscan siempre la etiqueta y a mi siempre me ha gustado caminar en fachas. ¿Qué puedo decir?, siempre me he sentido como el último acorde de un bolero; el que nadie en realidad recuerda ya pasada la velada. Lo digo honestamente, quizá la mayor aventura de mi vida haya sido aquella donde le tomé una foto a un hombre estoico sobre el puerto de Tangier para después acompañarlo a mirar el horizonte: el cielo sobre nosotros y el aire tras el rostro, sin más que hacer que esperar a ver a que hora se cansaba nuestro destino. “Los sacrificios en sí no dan calma al portador de las desgracias” me dijo Alberto en alguna ocasión con razón de la muerte de Marco Polo. Cabe resaltar que lo recordamos cada año con un brindis entre amigos platicando de nuestros dolores. ¿Por qué?, quizá porque las penas aún nos cocinan el pecho y el recuerdo, ¡sí! Yo, sinceramente, lo hago porque hace mucho decidí ofrecerle mi calma a Adeline en las palmas de sus manos. Tanto así la quise, la quiero y así…

lunes, 23 de marzo de 2015

Carta Abierta A Un Amigo En Marzo.

Carta abierta a un amigo en Marzo.

Querido amigo, he decidido hace unos minutos que mi vida debe de soltarse a las riendas de la libertad una vez más, quitarse ese peinado tan cuidado y dejar que el viento me abrace las entradas y me encanezca de una vez por todas las pestañas. El amor, como siempre, se me ha escapado de los sueños como la noche se convierte en promesa con el primer rayo de sol en el oriente. Mi temor, como siempre, es que como a aquel equino al que se la otorga libertad por sus logros –que se le despoja de sus herraduras con cariño, con cautela y se le abre la reja para que corra por el campo desenvueltamente para siempre haga caso omiso y se quede cerca del establo. Esta vez por fuera y sin el cuidado de su amo a la espera de la lluvia.

El dolor es punzante como debes imaginarte, sé a bien que lo has vivido alguna vez y en severas ocasiones. Si te soy sincero, me sigue resultando curioso como el vacío puede ser tan filoso y exacto en las partes del cuerpo que te hacen desdoblar. Anoche, sí, traté de apaciguar todo ese devenir como mi abuelo materno trató siempre de vencer el frío; colocando colcha tras colcha sobre su pecho a forma de coraza, pero lo único que logré fue que me empezarán a sudar las experiencias. 

Reconozco antes que nadie las promesas que me hice, que las cosas no sucederían otra vez como en aquella ocasión en que incluso me auxiliaste a conquistar a cierta dama cruzando las olas del pacifico y cuyo resultado, lo conoces bien y mejor que nadie, es que ya intercambiadas nuestras posiciones seguimos luchando por ser ese tipo de hombres ajenos a esa fársica caballería –rústicamente común– aunque los rufianes nos continúen robando nuestros más preciados secretos. Sé a bien que prometí al mundo no volver la vista a ciertas aristas pero, ¿qué te puedo decir?, mi mundo no es tan basto realmente y en esta ocasión, lo digo a plena conciencia, el golpe vino por la espalda partiéndome en dos desde un inicio. Si bien se me ha procurado y como a aquel equino se me ha tratado de unir las partes con, quizá, un hilo de seda y la aguja más delgada, yo lo siento como si tratase de un estambre amarrado a una hoja de afeitar. Nada podrá seguir siendo de la misma manera de ahora en adelante. Esta cicatriz, seguro, llega hasta mi epitafio. 

Pero no te apures, me conoces bien y sabes que no soy uno de esos tipos que cometen algún tipo de idiotez sin estar seguro que al otro día pueda existir alguna disculpa diplomática. En mi vida los accidentes son una ficción y pura imaginería. Los términos de mi vida van de lo aburrido a lo visceral, de ser el hombre más común y somnoliento paso a ser el más apasionado y derruido. Sabes que no soy de los que pregonan el dolor para llamar la atención sino que me lo trago a favor de mis historias. De mis tantos personajes, quizá yo era el único que creía que aún me quedaba esta oportunidad. Mal pensado. La ironía, en este caso, se destacó incluso en mis otras pasiones: La escena que siempre me imaginé a su lado durante estos días (y créeme que tuvimos nuestros momentos) sería una que jamás escribiría. No se me habría ocurrido si ella no hubiera existido en estos momentos. Mi destino no contiene aventuras de películas románticas o acción, lo sabes bien. Lo contemplativo me absorbe cada vez más y antes de convertirme en la simple idea de un plano, haciendo el recuento de mis sueños, sólo me queda aquella ilusión donde una dama se me acerca un día a dedicarme “Thunder Road” en la versión de los “Cowboy Junkies”. ¡Mira nada más a lo que nos ha llevado esta desventura!: Tú a darme consejos y yo a pedirle a la vida una canción de Bruce Springsteen.

Tratando de encontrar la calma pasaré unos días malos, grises. Quizá unas horas de sueño se me escapen en pensamientos tan inútiles como fantasiosos. Sabes bien que soy de los que luchan en sueños incluso cuando la guerra está perdida y mi cuerpo se encuentra ya guardado en un cajón. Serán días difíciles hasta que encuentre de nuevo ese ritmo en que colocar un disco de Leonard Cohen a todo volumen en casa no signifique depresión sino el coloquio de todos las jornadas. ¿De las cosas buenas? Habré de compartir una vez más el Blues con los colegas.

El error fue mío, lo sé. Mis manos se ataron a algo que mi cuerpo siempre dijo con toda sensatez que sería tan sólo una tormenta interna. No obstante, si me preguntas una vez más si vale, o valió la pena. ¡Lo hizo!, sabes bien que no juego cuando suelo precisar este tipo de situaciones. El tipo de emociones fueron de una gama que no había conocido anteriormente. Mi cuerpo tomó tanto calor humano que hasta mi sonrisa, dicen, se lograba ver blanca a la distancia. Pedirme demostrarlo sería como pedirle al indigente que pagara sus impuestos: fue un estilo de vida y necesidad que nació del corazón. Igual hago pública esta carta, con tu autorización, y en este espacio, a especie de guiño. No es que crea que el mundo necesite conocer la historia, no soy ni la mitad de importante para ello, pero tampoco tengo nada que ocultar. Asimismo, bajo estas líneas apuntalo el pequeño universo que le inventé  (y seguiré inventando) para al menos, cuando me gane la locura, pueda asegurar que estuve cerca de ella. Créeme, no sería un mal final para mi.

Comentaste a manera de broma y apoyo el otro día que toda esta situación debería de considerarla ya como parte de las constantes de mi vida, que no importa lo que me suceda: “nunca llegó a tiempo a nada”. Si es así, no sé cuando fue que el reloj se me atrasó o si bien se me detuvo. Si es que acaso perdí las manecillas siendo apenas un infante o un poco más adelante. ¿Qué si me gustaría arreglarlo? Quizá, pero sólo si pudiera viajar en el tiempo y solventar esta magra oportunidad. No lo sé, tal vez sea tiempo ahora para empezar a escribir algo de ciencia ficción. Los elementos, creo, se me presentan. Acaso como dijera alguna vez José Luis Alvite, lamentablemente recién fallecido: “El amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre.”

Quizá esta carta te debió ser entregada a la puerta de tu casa por el cartero y escrita bajo el pulso de mi mano, sé bien que aprecias esos clasicismos, pero no fue así. La escribo detrás del mentado computador pues bien has de saber que cuando redactas a este tipo de pasiones a mano alzada la tinta siempre se torna de color rojizo. Y eso, mi estimado amigo, sería una falta de respeto para ti y para quienes la lean. Ahora te dejo, la vida continúa y debo de lavar la ropa. 


A. G. V.

Marzo, 2015.

viernes, 20 de marzo de 2015

Detalles

DETALLES.


Aunque ingeniero por estudios y topógrafo por severas manías de destructor, Alberto se me acercó en la calle dos semanas después de perder la patria potestad de su perro con el talante por los suelos: “A mi vida le ha pasado lo que a los cartógrafos cuando el hombre llegó a la luna. Ya no hay nada más que pueda imaginarme ir describiendo.” De nariz aguileña, lentes gruesos de motociclista y pelo canoso con coleta de caballo, me gusta recordarlo porque siempre he creído que era un hombre inteligente y razonable; fuera de tiempo. Me gustaría decir más sobre él; que manejaba un rambler sesenta y algo pero de coches sé lo que un niño de recursos aduanales. Si bien aseguro que era un Rambler es debido a que el letrero estaba demasiado grande en la parte trasera del auto. Qué puedo decir, mis ojos y lógica siempre se han manejado así: primero me percato de lo más obvio para posteriormente asegurarme en los detalles. Es acaso, quizá, la misma razón por la que me enamoré tan perdidamente de Adeline: la belleza vino primero y el verdadero amor se desató después.

Durante esos 15 días solventé muchas cosas; ahorré en otras tantas. Era tal el nudo en mi estomago que dejé de comer por días; a nadie en realidad le pareció mi comportamiento tan extraño como a la mujer que vendía el pollo en la esquina de mi cuadra. Pocos lo saben realmente, pero a todas las víctimas colaterales les suelo enviar un cheque cada mes provenientes de alguna cuenta ilegal en Suiza o las islas Caiman. No podría haber sentido tal emoción durante esa quincena si alguno de ellos se hubiera cambiado de lugar, el mundo estaba fabricado para que en mis manos cayera el aire que ella dejaba de respirar. 

Cuando enterramos a la mujer de Alberto, la misma que le había arrebatado a “Lucas”, su añorado Shar-pei, después de una breve lucha contra el cancer, sus palabras hicieron eco en todos los matrimonios que se dieron cita en el último de los rosarios: “La más grande ironía de la vida se da cuando has descubierto que te han mentido. Eso es porque tácitamente has descubierto la verdad.” Mis intenciones con Adeline, en cambio, siempre se me presentaron de manera más que clara, tanto en mente como en corazón. Incluso un día intenté escribirle una carta confesándole todo pero preferí clavarme la pluma en la vena aorta para siempre llevar en la sangre ese cariño. Con ella a un lado, me quedaba claro, obras como la de Romeo & Julieta debían tomar su verdadera dimensión: una simple puesta teatral. 

Su mirada desmayaba a las estatuas. No podría haberla llevado nunca al museo del Prado pues su sonrisa habría hecho desaparecer los colores de todos los finos marcos que encerraban la belleza. Su manera de presentarse en cualquier lugar mantenía una especie de neblina en todo el sitio; si bien no lo hacías consciente y al momento, el suspiro te aparecía en el sueño siguiente. ¿Cómo expresarlo mejor?  Con ella, a pesar de haber ido hasta Marte, habría todos los días algo que descubrir. Su aliento construía laberintos en los que el Minotauro tendría miedo de dar el primer paso. Comparada con ella la mitología quedaba como un simple abanico de posibilidades banales. Yo, lo digo con honor, me atreví a tomar ese camino, sí, y miren la sorpresa en que me hallé: justo a la mitad del camino me percaté que estaría para siempre perdido en la vida más perfecta de todas.

Penas

PENAS.


Con Adeline me pasaba lo mismo que a Santiago cuando preparaba maritnis secos en la casa, cada que ponía la aceituna esperaba que una chica Bond apareciera por la entrada del jardín. Yo nunca aprendí realmente a preparar tales cocteles exóticos, ninguno de ellos, pero siempre imaginaba encontrármela al abrir los ojos después de la siesta de la comida. Pocos quizá pudieran llegar a entenderlo a mi manera, pero lo que ella logró conmigo sólo se puede explicar como uno de esos establecimientos que ya van por el quinto aniversario y aún mantienen la pancarta de inauguración. 

Recuerdo que cerca de la casa donde viví de niño había una especie de bodega donde se daban clases de aerobics; era una época en la que la actividad física de las amas de casa aún se veía como una rebeldía social. Hoy, en tanto, frente al departamento donde trato de solventar la soledad a base de atajos literarios, existe un gimnasio que siempre me despierta a base de los gritos mezclados de una instructora de Crossfit y una especie de pieza musical acelerada a base de bocinas reventadas. La sátira con que se teje mi vida se inscribe plenamente en ese destino: de niño soñaba con ser carnicero para de grande acabar siendo el destajo.  

“Al final de cuentas los sentimientos hacía una dama serán siempre un azar…” solía decir Quintano, una especie de dealer de poca monta que contaba más con un ronquido que con una voz, “…o llegas muy temprano como para poder enamorarla realmente, o llegas justo a tiempo para tener un divorcio de película.” Cuando Santiago, por ejemplo, descubrió finalmente que jamás tendría la vida de su espía favorito por más que se vistiera con trajes blancos y zapatos de diseñador, me mandó una postal desde Grecia con el siguiente mensaje: “¿Te has dado cuenta, amigo mío, que en una escuela de belleza hay tantas mujeres guapas como hombres interesantes en una librería municipal?”

De su decepción nadie se sorprendió, siempre supimos que terminaría como ese loco enamorado que murió un día antes de inventar la máquina del tiempo que lo llevaría a arribar a tiempo a su destino. Aquel que luchó toda una vida por conocer, en el momento exacto, a esa mujer de la cual nunca supimos el nombre pues siempre se quedaba en el suspiro cuando hablaba de ella. “Es la feria de las luces”, “el vaticinio final de la Perla”, gritaba Gabriel en sus noches de penar. Las noches en que amargamente recordaba su paso por la universidad y el fracaso de sólo lograr escribir esas frases, indistintamente, en la parte trasera de su boleta de primaria. Y eso, claro, sin saber a ciencia cierta que hacían una simple y llana referencia a aquella película mexicana de la época de oro redactada por Steinbeck. 

Las cosas se sucedían, pues, de dicha manera en aquellos días, aquellos 15 días en que Adeline se convirtió en la boquilla de respiración del tanque del oxigeno que sostenía, y aún sostiene, mi vuelo hacía ese espacio que emprendí después de develarle la sonrisa un día cerca de la parada del camión. Un espacio sin alas en que se puede volar sin mirar a abajo. Un espacio y un momento que se convirtieron en eternidad: no a base de necedad sino de constancia… Aunque tal vez mejor sería decir que fue ella la chispa que se encendió en el momento exacto para que se me diera la vida. ¿Y saben una cosa? Aún sigo vivo. 

martes, 17 de marzo de 2015

Momentos

MOMENTOS. 


Salomón Malpica aseguraba amar los cuentos de hadas porque en ellos, decía, los mejores momentos amorosos se lograban sin el mayor de los esfuerzos. “Acaso montar a caballo y perderse en el bosque para darle un beso a quien extrañamente reposa entre las hojas.” No es que fuera una persona con un pensamiento sensato,  no. Aunque el traje le sentara al talle era más bien una persona con el destino marcado en las pestañas. En alguna ocasión me comentó: “En mis cartas de amor nunca hay un “te quiero” escrito sino uno que otro insulto a mi persona para que ría la destinataria. No encuentro mejor manera para entregarme a una mujer”. Nunca  en realidad me atreví a decírselo de frente, no tenía ese derecho, pero me supongo que en su epitafio, llegado el momento, tan sólo se hallará el espacio para la onomatopeya de una carcajada. 

Era un buen tipo, todos en la oficina le tenían cierta estima. Sobre todo cuando sacaba a relucir su discurso de fantasía: “En el peor de los casos, amigos míos, te toca alguna maldición. Pero por muy feo que quedes sólo debes esperar a que la mujer más hermosa del mundo se tope con la puerta de tu casa para darle un buen susto y luego caiga rendida a tus pies.” Supe que se casó hace poco, con una estilista. Cosa que me pareció lo más lógico. Todos en la oficina sabíamos que terminaría con la primera mujer que le encontrara la belleza en el remolino del cabello.

La última vez que me lo topé fue en un partido de baseball, un 12 de Marzo. Lo sé porque cada 12 de Marzo asistía a algún sitio para no pensar en Adeline. Habían pasado ya un par de lustros desde la última vez que la había visto; alejándose de mi para siempre. Subiéndose a ese camión de pasajero cuya ruta nunca tomé ante la torrencial lluvia de ese día y sin percatarse de mi presencia al otro lado de la acera mientras me empapaba un camión de volteo. Si bien la situación no fue de mucha honra, puedo decir que el percance ayudó a que no se me notarán tanto los lagrimales al llegar a casa. 

Fue durante esas mismas jornadas, en el concierto de un ya cansino Steve Turre, que me hallé distraído, emocionado y un poco derruido. Dos filas más adelante de mi asiento se encontraba una hermosa mujer vestida de rojo que me recordó a Adeline; podría incluso decir que era ella pero no tuve el valor para soportar las dudas y opté por salirme del aforo justo en el solo de los caracoles de mar. Solía decir Saúl que el recordar era en realidad vivir, que un hombre siempre habría de contar con su pasado para detener las tragedias presentes. Que al menos los mejores momentos vividos deberían frenar un poco esas situaciones de presión, pero créanme que cada que me encontraba a una mujer vestida en tono carmín los mareos se me pasaban de la cabeza a los tobillos. ¿Cuantos centavos perdidos no hallé en esos instantes sólo para descubrir que mis temores estaban más empobrecidos que mis caídas de animo? 

Salomón Malpica era un buen tipo, torpe pero buen tipo. Uno de esos hombres al que la locura le queda en los labios como un cigarro Marlboro a los cubanos. Decía adorar los cuentos de hadas porque el amor se encontraba en ellos de la forma más perezosa. Yo no puedo decir lo mismo, no. Si soy sincero, a mi el trayecto me ha costado más que la pensión o el momento original. Pero al final de cuentas puedo presumir que no tuve que leerme el libro de texto para encontrarme a la princesa del cuento y poder enamorarme de ella. Fue una historia sin castillos y finales felices, sí, pero díganme –en serio– ¿cuántos hombres pueden asegurar haber tenido frente a si a un verdadero milagro?

domingo, 15 de marzo de 2015

Sombras

SOMBRAS.

Su silueta la encontrabas siempre entre los claroscuros formados por la tenue luz de la barra y los neones de la rockola, en ese espacio vacío poco frecuentado que se limitaba a la entrada del servicio y los flojos adoquines que daban la extraña bienvenida a la bóveda de las sustancias prohibidas… Solíamos imaginar al menos que en ese sitio pasaban las cosas más atroces; que había gente siendo torturada sobre cuerpos inertes o bien pláticas candentes del pequeño grupúsculo de gente que en realidad domina al mundo, pero la verdad es que servía únicamente para guardar las salchichas, los panes y las ensaladas congeladas. 

Se hacía llamar Joaquín y se postraba en ese mismo sitio todos los miércoles de quincena. Las leyendas cantaban que un amor le había quitado el rezo de la boca y el rebozo de las sienes; que se había convertido más en el reflejo de una persona que en el eco de sus memorias. Que era frío, calculador y que si bien decía unas palabras estas bien podrían atormentarte para toda la vida. Le conocí a detalle en esa quincena que estuve enamorado de Adeline, me dio la impresión de ser una de esas personas a los que el día de la boda el cepillo no iba querer entrarle por el pelo. 

Aunque no le vi bien el rostro puedo decir que su semblante se me figuró más al de unos de esos europeos sin color cuyo nombre casi no tiene vocales. Su voz sonaba como llegada de la otra pared del cuarto y su sonrisa era un pequeño espacio hosco y oscuros entre sus dientes delanteros. Era una mancha en el ambiente y no faltaba quien confundiera su presencia con la de su propia sombra. Se notaba tan cansado y perezoso que casi estaba seguro que eso del amor le había salido algo tan caro como peligroso. Un día se postró en el sitio más claro del lugar, platicó e hizo sonreír a todos en el sitio. Jamás volvió a asistir, se esfumó tan a la medida como el humo de un cigarrillo se esparce entre el hielo seco.

En el bar las cosas eran así, temporales. Gabriel, que siempre dijo haber estudiado un semestre en la faculta de letras sin que nadie jamás lo pudiera comprobar, lo decía cotidianamente cuando se le subían los vodkas a la cabeza: “Aquí venimos para beber entre nosotros, pero nosotros no somos quienes nos hacemos beber. Es el amor. El amor. Debemos pues mantenernos mal enamorados… Si bien la felicidad no la encontraremos nunca en la última gota del tarro, tampoco lo haremos entre los brazos de una dama. Así que Salud señores. A seguir bebiendo”. Después callaba y solía vérsele una gota de sudor (algunos decían que era una lagrima) sobre el rostro ante la repetición del silencio dejado en el lugar. Si alguien acaso pensaba lo contrario después del discurso desenfocado de Gabriel, dejaba su vaso en la barra y corría a su casa para abrazar a su esposa, sus hijos o su perro. Yo pensé en hacer lo mismo un día, pero ya alejado del lugar me enteré que no contaba con las más minima dirección de mi destino. La casa de Adeline era el templo al que los curas no tienen derecho a entrar, la X de un mapa de piratas, la caja negra de un avión vencido o eso que muchos llaman El Paraíso… ¿Cómo describirla?, pues si bien ella me hacía sentir indestructible –inamovible ante el embiste de un huracán– en medio de la calle desnudaba mis ansías al no saber a que punto cardinal mandarle el beso. Era ese tipo de mujer: la que todos mandamos a hacer en sueños y un día se te hace realidad. 

“El traje de caballeros no es para todos los hombres”, me dijo Joaquín casi sin mover los labios esa noche en la que compartimos el maní y la cerveza, “a algunos les queda como a un sastre se le da el arreglo del calzado infantil. A otros, en cambio, como a ti y a mi, sólo nos queda con la mujer adecuada.” Las oxidadas armaduras de los siempre habidos clientes del bar en ocasiones se despintaba pero en otras ocasiones mostraban voluntad. Como a Ronnie Sixto, otrora saxofonista de una banda de jazz. A ese el enamoramiento le cambiaba el semblante y le daba por querer volverse un baladista exitoso. Manuel Cisnega, por ejemplo, siempre estuvo enamorado de una mujer de Michoacan a la cual nunca le confesó en vida sus sentimientos. Como todo en él era ironía, falleció atropellado el mismo día que la invitación de la boda llegó a su casa. “Mejor por una llanta que por un corazón roto”, dijo Saúl mientras me preparaba un té helado después de que asistimos a su entierro. El caso aquí es que hasta antes de su muerte siempre me aseguró que el amor era un músculo que debía ejercitarse con la pluma. Para prueba sus últimas palabras, mandadas por correo a ese, el amor de su vida, y recibidas tres meses y medio después de su sepelio gracias al departamento de correo. Tuve la oportunidad de verlas escritas en su prima versión sobre una servilleta manchada de salsa catsup. Eran breves, decían: “¿Sabes de que trata el amor? Trata de ti.” 

martes, 10 de marzo de 2015

Semanas.

Semanas. 

De las dos únicas semanas que estuve enamorado de Adeline recuerdo haberme enterado que del sombrero me quedaba tan sólo la lluvia y el perchero. Que a mis altas ganas de postrarme como un gangster en el pórtico de un edificio antiguo para infundir temor debían asirce las cenizas de la esperanza y la ficción. La elegancia en mi, quedó muy claro, no se abocaría como factor alguno que pudiera sujetarme en el cuello a forma de corbata sino que más me iba el nudo de la paciencia sobre el pecho. “Caray chico”, me decía ese amigo imaginario que todos los locos llevamos en la cabeza, “si fueras un long play estarías rayado desde la primera veta. Entiende que eres uno de esos debiluchos afortunados a los que el destino les ha colocado a sus sueños severos guantes de box.” 

Durante esos 15 días sonreí como un imbécil cada que pensaba en ella cuando caminaba por la calle pero, la verdad, es que se me da mejor una quijada desencajada para al menos simular un poco de carácter. Seamos claros, no soy una de esas personas bien parecidas que van haciendo lo que hacen las personas bien parecidas; digamos que la ironía no se me da tanto por sabio sino por condición de vida… Lamentablemente jamás me quedará esa balada de Sinatra donde el amor le hace juego incluso al vago; no me tocan las migas del camino sino que más bien soy la hormiga que sigue el sendero de la comida para ver las promesas del mañana. De chico el amor me significó tan poco que quedé chaparro, poco agraciado y mucho menos interesante. Jamás podré limpiarme el sudor de su mano, la caricia de su mezclilla o el desgaste de su mirada en la comisura de mis resquebrajados párpados. Permanezco como el resto de una brisa o la sequedad de la ola; un poema como mala idea y un viaje sin anden de salida. 

Aunque poco el tiempo mucho el desastre: gracias a ella ya no he podido ni podré verme ante el espejo como el malo misterioso del bar Savoy de Alvite sino que, concienzudamente, me ha dejado más con el traje de buzo; me sienta más el aire y esa soledad que a otros ataca con amplia comezón: mis manos hinchadas no son de lucha sino de baja presión, de mareos perdidos en el tiempo y fantasias enterradas tres centímetros bajo tierra. Cerca de un oxido natural.

De la dos semanas que estuve enamorado de Aline me quedan las cejas partidas por las nubes no bajadas y la luz invisible de la luna que me prometí conquistar. Quizá y hasta me quede aquella ciencia ficción que reza que del amor no olvidaré nunca los años; entre otras cosas eso me alejó de ella. Pero créanme que enterado estoy que en otra dimensión somos completamente felices.

sábado, 7 de marzo de 2015

Kingsman: El Servicio Secreto.

REDONDO.

Kingsman: The Secret Service
Kingsman: El Servicio Secreto. ( Matthew Vaughn, 2014)

Con “Kingsman”, quinta película del otrora colaborador de Guy Ritchie (Lock & Stock, Snatch), nos encontramos de frente y en pleno estado de complicidad con el cine de las generaciones actuales. Como una digna representación de la cultura audiovisual de nuestros tiempos, está fabricada rebuscadamente hacía la manía de la estética y alejada de la límpida narrativa. Describe –más que contar– acciones a base de viñetas que fuera de contexto, sí, podrán sorprender por su poder visual pero cuya ilación, que al menos todo ejercicio fílmico debería amalgamar o bien intentar, queda inexplorada e insuficiente. El argumento se ahoga y emerge el mero gusto por crear secuencias ajenas –en estilo, montaje, dirección, etcétera– que pretenden delinear una especie de parodia/tributo tributo/parodia al cine de espías y policiaco de distintas épocas pero que, en realidad, no llega ni a medio camino de funcionar en ninguno de los dos sentidos. 
El poco congruente camino multifacético que se desarrolla durante el metraje no se pierde de manera total debido a que, simplemente, no había más posibilidades que poder escudriñar; el entramado no nos ofrece medios para poder implicarnos en una trama de espías ni nos abre un abanico; un rango diegético en el cual perdernos de manera controlada. Los dos supuestos núcleos narrativos: el entrenamiento y el caso son tan elementales y cifrados en lo fársico que ni la pretensión de dejarnos con la duda acerca del plan antagónico nos mantiene en vilo. 
Manejada a base de un excesivo uso de la música y el color, la cinta camina de lleno sobre baches y simulaciones. No se detiene de lleno porque avanzamos más rápido que ella; conocemos el camino y las soluciones que presenta son las más lógicas y evidentes… Los rompimientos hacía una comedia más tradicional terminan por ser sosos y no transmiten ningún reposo; no debería de haberlos en primera instancia pues la cinta no deja de moverse por diversos módulos cayendo en un vertiginoso uso de factores que no ahondan en nada a la historia. El plano, aquí, no es una idea ni una declaración narratológica sino una insinuación decorativa. 
Fallido en su carácter genérico, el entramado central termina por resolverse con aún más limitadas opciones construyéndose guiños ajenos sobre casos dejados atrás que no terminan por cerrarse o bien concluyen de la misma manera que se presentan, difuminadamente. La cinta, queda claro, desliza una lógica en su inicio pero durante su metraje deja de aportar e importar. 
“Kingsman” no se inscribe ni en el cine de espías tradicional, ni el moderno. Mucho menos en el intelectual. El traje, irónicamente, le queda muy grande. La cinta se delimita directamente a un periodo y espacio especifico; se aboca al gusto de los años presentes y a ese destino se ofrece y ajusta. Queda claro que está plenamente dirigida a una audiencia que ya no puede distinguir entre una fabricación cinematográfica en forma, con la de un videoclip o un videojuego. 

Kingsman: El Servicio Secreto de Matthew Vaughn

Calificación: 2.5 de 5 (Bastante Regular).

martes, 3 de marzo de 2015

Whiplash

REDONDO.

Whiplash
Whiplash. Música y Obsesión. (Damien Chazelle, 2014)

Plenamente sencilla, sobria y mesurada. Con un temple que sorprende y deja sin aliento; emocionando al espectador hasta literalmente el último momento que apasiona y apasionará a los amantes del Jazz por mucho tiempo, “Whiplash” alza la mano ante un cine pensado, inteligente y con un cierto aire puramente serio de naturalidad. Algo que, seamos sinceros, hacía tiempo no se veía desde las entrañas de un Hollywood cada vez más perdido en mercados sumamente encasillados en gustos populares, edades precisas o bien autocríticas a forma de reposo y formalidad. En un universo fílmico que ha ido desapareciendo el sentido y forma del llamado cine independiente, este entramado nos regresa a sus bases y su sentir. 
Prueba de que los más fundamentales conflictos pueden usarse de una manera clara sin complejos o discursos que van más allá de la pantalla, Damien Chazelle, realizador de esta apasionante obra, se aboca a obtener los objetivos necesarios de cada una de sus escenas sin ir más allá de lo justamente necesario; controlando a detalle su discurso visual y tensión emocional. Raro resulta presenciar una cinta estadounidense casi sin caprichos autorales, sin momentos plenamente rebuscados en pos de un antojo o gusto personal. Prueba es que la cinta se va desarrollando de una manera tan ordinaria y puntual que no pasa mucho tiempo para que nos internemos en el mundo que nos presenta; el ambiente de una exigente academia de música de Jazz. Y sin hacer uso de aspavientos o acciones rebuscadas revela de manera concisa a sus personajes, los cuales desde el primer minuto de la cinta no nos dejarán abandonar la inquietud durante el completo entramado. 
Bajo una puesta en escena que se atañe al gesto, semblante y musical, la presión que  implica el campo diegético de la cinta nos afecta también en la butaca. La angustia y la zozobra se mantiene y se acrecienta de manera exacta para que no nos despeguemos un instante de su puesta en escena. Cabe resaltar no sólo la dirección actoral sino la entrega de nuestros dos histriones centrales. Dejando cada uno su peso y valor cuando el otro requería de ese alejamiento. 
Lógicamente con un uso relevante de la música, los momentos de fabricación tonal no opacan el seguimiento narrativo, no frenan el paso de la historia sino que nos complementan los sentimientos y las acciones que están en juego en cada paso de la cinta. El montaje de Tom Cross nos describe con exactitud lo requerido, no nos pierde en el mundo especializado del género musical aportado ni en el ambiente de una institución y técnicas de enseñanza, sino que aclara; expone y relata. Igualmente la fotografía de Sharone Meir, que se nutre de toda esa pureza detallada en cada una de las locaciones, en cada uno de los personajes, en cada uno de los escalones de la trama. 
Ganadora del premio del Jurado y de la Audiencia en el pasado festival Sundance, “Whiplash” retoma impresiones y efectos que ayudan al espectador a implicarse, a identificarse dentro del cine. Es una cinta que nos deja pegados al asiento y con una sonrisa malévola en el desenlace; es una cachetada de Jazz al espectador sin que se sienta del todo el peso de ese género de manera imperante; se disfruta guste o no. Es una carta de amor apasionado a la disciplina, a la locura y al apetito musical. Es una muestra clara de que la sencillez es la mejor aliada de la belleza cinematográfica. 

Whiplash. Música y Obsesión de Damien Chazelle

Calificación: 4 de 5 (Muy Buena).