VÍA LIBRE
Este relato, digno del calificativo de vago e indefinido, se escribió por pedido de una amiga que me solicitó - con un enorme favor - el auxilio de mi vaga e indefinida mente. ¿Qué más podía haber hecho que no fuese escribir?
DICEN POR AHÍ…
Este relato, digno del calificativo de vago e indefinido, se escribió por pedido de una amiga que me solicitó - con un enorme favor - el auxilio de mi vaga e indefinida mente. ¿Qué más podía haber hecho que no fuese escribir?
DICEN POR AHÍ…
Marzo, 2007.
Don Nabor es uno de esos tipos que a diario recoge el diario para ver únicamente la sección roja; probablemente encuentre a alguno de los hijos de sus amigos en ella. Vive en una pequeña colonia al sur de todo. Es un tipo inquieto que aún mantiene en su baño los adornos de navidad de hace dos años, se divierte observando la sonrisa del reno mientras hace, razón suficiente como para dejarlo en ese lugar donde tantas alegrías le han costado más de dos infartos.
Al igual que muchos de nosotros, Don Nabor no es un anciano, le dicen “Don” nada más por “chingar”, como bien dice una amiga que conozco. Es un extrovertido personaje sacado de las reflexiones bíblicas que guardo en mi cabecera. La misma donde me he hundido en más de tres ocasiones por causa del inagotable alcohol, que es como dice otro de mis apaciguados compañeros de bebida, la eterna maldad: “El alcohol es malo, por eso debemos acabárnoslo antes de que dañe a nuestros hijos”.
Y es que Don Nabor siempre sale a la plática cuando veo los ojos cansados de aquellos que dicen que ya estoy abatido por ahí de las 4 de la mañana, después de una noche de ayuno y bebida. Charlamos y charlamos tanto de él que jamás nos hemos puesto de acuerdo para designarle la anécdota de cuando y cómo lo conocimos. Y es que Don Nabor bien podría ser el tipo comodín y miserable que llena nuestras vidas. Él nos hace sentir importantes por un breve momento de nuestra existencia.
¿Te acuerdas cuando Don Nabor se cayó en la entrada del Bar y te empujo el vaso y se te regó la cuba en el pantalón? Solemos decir mientras unas mujeres bellas entran al bar, esperando que nos vean de reojo, y en un espasmo violento de ignorancia, decidan brincar a nuestros brazos rendidas como bellas durmientes bastante despiertas. Yo siempre he de imaginarme como el sapo que necesita el beso pero dicen que a ese se lo llevo la tormenta.
Y es que entre tanto pensamiento, análisis y estructura, dijera el otrora Profeta del Nopal, Rockdrigo González, me he percatado que la mitad de mi vida le pertenece a los comentarios de ajenos, no sé usted, pero yo soy un tipo promedio que a la vieja usanza de Tarzan, se avienta no por la liana más gruesa sino por la primera que encuentra la mano. Y así, pues, me la he pasado los pocos o muchos años que he estado correteando el kilometraje del amor, dudando de todo ese pensamiento que me llega para solucionar la ecuación mágica de la comodidad.
El otro día, por ejemplo, observaba detenidamente junto a mi vecino un panel de cemento y ladrillo resquebrajado por la humedad, algunos lo han de llamar pared, pero es ahí donde radica el asunto de este maltrecho texto. Todos hemos de tener esa maldita influencia a la que Raúl Velasco llamaba “el ingenio popular”. Dicho muro, pues, como también podría nómbrasele, tenía una grieta bastante profunda que bien podía hacerlo colapsar sobre otro de esos paneles que le pertenecía al hogar de mi contiguo compañero de vivienda. Entonces, como bien dictamina la normalidad, surgieron todos estos dimes y diretes de que hacer con el mendigo parapeto ese que estaba a punto de caerse, se arremolinaron todos los demás habitantes de la colonia para debatir e imponer su punto de vista. Haciendo el cuento no muy largo, puedo decir que dicha pared sigue ahí, a medio caerse y sin que nadie haga nada. Entre tanto consejo, nos ganó la apatía del tiempo y le encargamos todo al señor, si es que existe. Hasta ahora no se ha aparecido con su cuchara.
Y es que en esta pequeña sociedad donde coexistimos con otros seres similares (en cuanto a forma y olor), no nos queda de otra que entrarle al quite en la batalla del conocimiento populachero. ¿Quién demonios va saber más que uno? Es cuestión de orgullo banal que otro conteste más rápido, que de la solución a velocidad vertiginosamente mayor a una cuestión que debería dejarse, únicamente, pasar. A mi me encanta realmente el tipo que al levantar el cofre del coche cree que se va a componer por arte de magia, así como aquel que usa un cuchillo como destornillador y martillo. Me fascinan esos momentos en que como animales, se nos imponen los instintos y lo podemos todo, todo lo sabemos.
Durante todos estos años en que he aportado mi granito de arroz a la vida, he descubierto más de 10 formas de cómo colocar un foco, limpiar una alfombra, quitar el olor del cigarro, defenderme de un asalto y cómo abrir rápidamente un carro y prenderlo sin llave, queriendo, a la vez, que no se propague más la delincuencia. En fin, creo me he desviado un poco del tema central, si es que existe alguno cuando me da por abrir las manos y escribir.
La cuestión mágica de este relato era indicar esta otra causal de sapiencia pública, la que sucede en ese otro bello momento de ruptura banal. Cuando uno se siente apaciguado porque el prójimo le arrebata el comando de la acción, y es él el que se luce en las artes de la vida y la improvisación. Dicho de otra forma, él es que levanta el cofre del coche y mueve todos los cablecitos para ver si arranca otra vez. Mientras uno, a lo lejos, venera su estado de quietud en la mirada y el manejo de sus nervios, que en realidad no indican otra cosa más que su ignorancia total a todo lo que ve.
Si bien este tipo de situaciones son criticadas o negadas por cierto sector del intelecto de elite, a mi me encanta describirlas por su sentido lúdico. Es en este tipo de situaciones que uno contribuye a que se expanda más este saber colectivo nacido de la nada, porque uno copia la pose, la frase, el pensamiento o la técnica para solventar las situaciones que han de suceder en algún momento. Son esas las lianas que uno opta por tomar cuando esta por caer en esa jungla de miradas.
Entonces, en uno de esos momentos en que uno no tiene otra que hacer más que estar con uno mismo, fue que me percate que yo no soy yo del todo, sino que parte de todo ese accionar cotidiano es parte de la asimilación de lo que otro dijo o hizo. O séase, soy la mitad de idiota de lo que debería ser. Hasta para eso nos copiamos las mañas.
Siempre estamos creyendo en esas historias que no tienen sentido: dicen por ahí que es cierto lo que dicen que no, dicen por ahí que si te vistes de rosa el primer día del año, dicen por ahí que si viajas por ese camino, dicen por ahí que si colocas ese disco en tal escena de la película, dice un amigo que terminó a su bella novia diciéndole “es que dicen tantas cosas que ya no sé si te quiero”. Es más, dicen por ahí que se hace camino al andar y que el amor existe. Eso sí, el romance se cuece aparte, siempre el que da el mejor consejo es el que más jodido está. En fin, me he percatado que la mitad de mi vida se forma de tópicos ajenos que nunca formaron parte de mis intereses personales, pero, que por extrañezas de la vida, ahora sonrojan mis mejillas cuando siento la tenue brisa del mar, en los obligados viajes universitarios a la playa que tanto odio, pero es que dicen por ahí que son signo de poder y diversión.
Así que al más puro estilo de mi personalidad, o mejor dicho, la mitad que sí me pertenece, escribo con cierta divagues debido a este viaje dentro del ignominioso tema de la originalidad. Y es que dicen por ahí que todo mundo cree ser autentico cuando ni en sueños se puede. Ya ven que hasta libros para entender los quehaceres oníricos hay; es más, dicen por ahí que si sueñas conmigo sientes que te lleva la tormenta (como aquel sapo que necesita un beso).
Y fue ese mismo sentir el que me trajo a estas pedernales hojas con el objetivo de siempre, aquel de derrochar el sentimiento que peligrosamente habita entre el bien y el mal y que se osa llamar “ser humano”. Y es que dicen por ahí que dizque escribo y que casi no cobro, que en mi humilde creencia, parece ser la mejor razón para pedirme escribir cierto texto que poco tenga que ver con la formalidad de lo establecido como serio y dramático. La verdad es que soy un taburete casi fijo en cierto bar de la ciudad, dicen por ahí que de seguro en vidas pasadas fui barrica. De ser así, yo y mis adeptos en el clan de la ebrietud seriamos un viñero bastante coqueto. De esas cosas tan feas que hasta logran ser interesantes. Pero no se imaginen algo tan aterrante, tenemos nuestras rachas donde preferimos salir a tomar el aire o y asaltar gente pobre para alentar las locuras de la izquierda radical.
Somos risas ambulantes que aspiran deformar el sentido tratando de reconfigurar el aliento. Somos gente tan común que nos saludamos cada vez que nos vemos, tenemos miedo de olvidarnos de un día para otro. Y es que no hemos logrado borrar el día que pasó eso, ocurrentemente preferimos recordarnos con una apretón de manos y un sincero abrazo cuando ha pasado mucho tiempo. Don Nabor siempre contento nos mira deseando que algún día lo tomemos en cuenta de esa forma, pero se convence después de mucho entender que un día hemos de desaparecer. Que él seguirá igual de joven hasta que el último de nosotros tenga que tomar sus maletas y cruzar el umbral, en todo caso, esa mala fortuna de aquel del clan que lo lleve a morir al último, y en soledad, le dará la oportunidad de cruzar ese umbral con Don Nabor, el mejor amigo que uno puede recordar cuando las cosas mal están. Y es que dicen por ahí que de esos hay muchos, pero no lo creo, nadie recoge el diario todos los días esperando ver a los hijos de sus amigos en la nota roja. Pero bueno, debo retirarme, Don Nabor, o Nabor, como deberíamos decirle, lleva un largo rato en el baño y ya no se oyen sus risas por aquello del reno, mejor reviso si no le dio otro infarto. Dicen por ahí que esas cosas matan, pero eso sólo lo dicen los vivos.
Don Nabor es uno de esos tipos que a diario recoge el diario para ver únicamente la sección roja; probablemente encuentre a alguno de los hijos de sus amigos en ella. Vive en una pequeña colonia al sur de todo. Es un tipo inquieto que aún mantiene en su baño los adornos de navidad de hace dos años, se divierte observando la sonrisa del reno mientras hace, razón suficiente como para dejarlo en ese lugar donde tantas alegrías le han costado más de dos infartos.
Al igual que muchos de nosotros, Don Nabor no es un anciano, le dicen “Don” nada más por “chingar”, como bien dice una amiga que conozco. Es un extrovertido personaje sacado de las reflexiones bíblicas que guardo en mi cabecera. La misma donde me he hundido en más de tres ocasiones por causa del inagotable alcohol, que es como dice otro de mis apaciguados compañeros de bebida, la eterna maldad: “El alcohol es malo, por eso debemos acabárnoslo antes de que dañe a nuestros hijos”.
Y es que Don Nabor siempre sale a la plática cuando veo los ojos cansados de aquellos que dicen que ya estoy abatido por ahí de las 4 de la mañana, después de una noche de ayuno y bebida. Charlamos y charlamos tanto de él que jamás nos hemos puesto de acuerdo para designarle la anécdota de cuando y cómo lo conocimos. Y es que Don Nabor bien podría ser el tipo comodín y miserable que llena nuestras vidas. Él nos hace sentir importantes por un breve momento de nuestra existencia.
¿Te acuerdas cuando Don Nabor se cayó en la entrada del Bar y te empujo el vaso y se te regó la cuba en el pantalón? Solemos decir mientras unas mujeres bellas entran al bar, esperando que nos vean de reojo, y en un espasmo violento de ignorancia, decidan brincar a nuestros brazos rendidas como bellas durmientes bastante despiertas. Yo siempre he de imaginarme como el sapo que necesita el beso pero dicen que a ese se lo llevo la tormenta.
Y es que entre tanto pensamiento, análisis y estructura, dijera el otrora Profeta del Nopal, Rockdrigo González, me he percatado que la mitad de mi vida le pertenece a los comentarios de ajenos, no sé usted, pero yo soy un tipo promedio que a la vieja usanza de Tarzan, se avienta no por la liana más gruesa sino por la primera que encuentra la mano. Y así, pues, me la he pasado los pocos o muchos años que he estado correteando el kilometraje del amor, dudando de todo ese pensamiento que me llega para solucionar la ecuación mágica de la comodidad.
El otro día, por ejemplo, observaba detenidamente junto a mi vecino un panel de cemento y ladrillo resquebrajado por la humedad, algunos lo han de llamar pared, pero es ahí donde radica el asunto de este maltrecho texto. Todos hemos de tener esa maldita influencia a la que Raúl Velasco llamaba “el ingenio popular”. Dicho muro, pues, como también podría nómbrasele, tenía una grieta bastante profunda que bien podía hacerlo colapsar sobre otro de esos paneles que le pertenecía al hogar de mi contiguo compañero de vivienda. Entonces, como bien dictamina la normalidad, surgieron todos estos dimes y diretes de que hacer con el mendigo parapeto ese que estaba a punto de caerse, se arremolinaron todos los demás habitantes de la colonia para debatir e imponer su punto de vista. Haciendo el cuento no muy largo, puedo decir que dicha pared sigue ahí, a medio caerse y sin que nadie haga nada. Entre tanto consejo, nos ganó la apatía del tiempo y le encargamos todo al señor, si es que existe. Hasta ahora no se ha aparecido con su cuchara.
Y es que en esta pequeña sociedad donde coexistimos con otros seres similares (en cuanto a forma y olor), no nos queda de otra que entrarle al quite en la batalla del conocimiento populachero. ¿Quién demonios va saber más que uno? Es cuestión de orgullo banal que otro conteste más rápido, que de la solución a velocidad vertiginosamente mayor a una cuestión que debería dejarse, únicamente, pasar. A mi me encanta realmente el tipo que al levantar el cofre del coche cree que se va a componer por arte de magia, así como aquel que usa un cuchillo como destornillador y martillo. Me fascinan esos momentos en que como animales, se nos imponen los instintos y lo podemos todo, todo lo sabemos.
Durante todos estos años en que he aportado mi granito de arroz a la vida, he descubierto más de 10 formas de cómo colocar un foco, limpiar una alfombra, quitar el olor del cigarro, defenderme de un asalto y cómo abrir rápidamente un carro y prenderlo sin llave, queriendo, a la vez, que no se propague más la delincuencia. En fin, creo me he desviado un poco del tema central, si es que existe alguno cuando me da por abrir las manos y escribir.
La cuestión mágica de este relato era indicar esta otra causal de sapiencia pública, la que sucede en ese otro bello momento de ruptura banal. Cuando uno se siente apaciguado porque el prójimo le arrebata el comando de la acción, y es él el que se luce en las artes de la vida y la improvisación. Dicho de otra forma, él es que levanta el cofre del coche y mueve todos los cablecitos para ver si arranca otra vez. Mientras uno, a lo lejos, venera su estado de quietud en la mirada y el manejo de sus nervios, que en realidad no indican otra cosa más que su ignorancia total a todo lo que ve.
Si bien este tipo de situaciones son criticadas o negadas por cierto sector del intelecto de elite, a mi me encanta describirlas por su sentido lúdico. Es en este tipo de situaciones que uno contribuye a que se expanda más este saber colectivo nacido de la nada, porque uno copia la pose, la frase, el pensamiento o la técnica para solventar las situaciones que han de suceder en algún momento. Son esas las lianas que uno opta por tomar cuando esta por caer en esa jungla de miradas.
Entonces, en uno de esos momentos en que uno no tiene otra que hacer más que estar con uno mismo, fue que me percate que yo no soy yo del todo, sino que parte de todo ese accionar cotidiano es parte de la asimilación de lo que otro dijo o hizo. O séase, soy la mitad de idiota de lo que debería ser. Hasta para eso nos copiamos las mañas.
Siempre estamos creyendo en esas historias que no tienen sentido: dicen por ahí que es cierto lo que dicen que no, dicen por ahí que si te vistes de rosa el primer día del año, dicen por ahí que si viajas por ese camino, dicen por ahí que si colocas ese disco en tal escena de la película, dice un amigo que terminó a su bella novia diciéndole “es que dicen tantas cosas que ya no sé si te quiero”. Es más, dicen por ahí que se hace camino al andar y que el amor existe. Eso sí, el romance se cuece aparte, siempre el que da el mejor consejo es el que más jodido está. En fin, me he percatado que la mitad de mi vida se forma de tópicos ajenos que nunca formaron parte de mis intereses personales, pero, que por extrañezas de la vida, ahora sonrojan mis mejillas cuando siento la tenue brisa del mar, en los obligados viajes universitarios a la playa que tanto odio, pero es que dicen por ahí que son signo de poder y diversión.
Así que al más puro estilo de mi personalidad, o mejor dicho, la mitad que sí me pertenece, escribo con cierta divagues debido a este viaje dentro del ignominioso tema de la originalidad. Y es que dicen por ahí que todo mundo cree ser autentico cuando ni en sueños se puede. Ya ven que hasta libros para entender los quehaceres oníricos hay; es más, dicen por ahí que si sueñas conmigo sientes que te lleva la tormenta (como aquel sapo que necesita un beso).
Y fue ese mismo sentir el que me trajo a estas pedernales hojas con el objetivo de siempre, aquel de derrochar el sentimiento que peligrosamente habita entre el bien y el mal y que se osa llamar “ser humano”. Y es que dicen por ahí que dizque escribo y que casi no cobro, que en mi humilde creencia, parece ser la mejor razón para pedirme escribir cierto texto que poco tenga que ver con la formalidad de lo establecido como serio y dramático. La verdad es que soy un taburete casi fijo en cierto bar de la ciudad, dicen por ahí que de seguro en vidas pasadas fui barrica. De ser así, yo y mis adeptos en el clan de la ebrietud seriamos un viñero bastante coqueto. De esas cosas tan feas que hasta logran ser interesantes. Pero no se imaginen algo tan aterrante, tenemos nuestras rachas donde preferimos salir a tomar el aire o y asaltar gente pobre para alentar las locuras de la izquierda radical.
Somos risas ambulantes que aspiran deformar el sentido tratando de reconfigurar el aliento. Somos gente tan común que nos saludamos cada vez que nos vemos, tenemos miedo de olvidarnos de un día para otro. Y es que no hemos logrado borrar el día que pasó eso, ocurrentemente preferimos recordarnos con una apretón de manos y un sincero abrazo cuando ha pasado mucho tiempo. Don Nabor siempre contento nos mira deseando que algún día lo tomemos en cuenta de esa forma, pero se convence después de mucho entender que un día hemos de desaparecer. Que él seguirá igual de joven hasta que el último de nosotros tenga que tomar sus maletas y cruzar el umbral, en todo caso, esa mala fortuna de aquel del clan que lo lleve a morir al último, y en soledad, le dará la oportunidad de cruzar ese umbral con Don Nabor, el mejor amigo que uno puede recordar cuando las cosas mal están. Y es que dicen por ahí que de esos hay muchos, pero no lo creo, nadie recoge el diario todos los días esperando ver a los hijos de sus amigos en la nota roja. Pero bueno, debo retirarme, Don Nabor, o Nabor, como deberíamos decirle, lleva un largo rato en el baño y ya no se oyen sus risas por aquello del reno, mejor reviso si no le dio otro infarto. Dicen por ahí que esas cosas matan, pero eso sólo lo dicen los vivos.
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