EL BOLSILLO IZQUIERDO.
Al igual que muchas de las columnas aquí publicadas, esta que presento, también tenía bastante polvo en su haber… …fue redactada hace bastante, bastante tiempo. La escribí cuando nuestra ex-primera dama, la celebre “Martha Sahagún” daba los primeros indicios de ser la sucesora de su también ya sagaz marido.
EL BESO.
Así que ahí estábamos, ella y yo, frente a ese enorme reloj que marcaba las 5:45 de la tarde. Era un parque desteñido, detrás de nosotros no había más que esa sombra que tapaba discretamente el sol de la hora gris y el raquítico árbol que la generaba - que no era más que el recuerdo de lo frondoso que alguna vez fue. El organillo sonaba tan sólo en los recuerdos del imposible amor perfecto.
La observe de reojo, tan sólo sonreía, pareciese que el tiempo no era importante para ella, como si esperara algo, algo que no tardara tanto. Sonreía, pues, a un futuro que parecía, era seguro para sus aspiraciones de seguir sonriendo.
A la vez que la sombra se movía de lugar poco a poco, el reloj cambiaba sus manecillas, eran casi las seis de la tarde, la sombra ahora empezaba a rozar el estante de los gordos peces que alimentaba la gente.
Nunca pensé en preguntarle su nombre, realmente no era muy bella, me llamo la atención al caminar sin rumbo alguno: esa sonrisa tan maliciosa no la tiene cualquier mujer. Me senté a su lado, el enorme reloj que nos quedaba enfrente marcaba las 5:45, ahora son las 5:50, su sonrisa está, cada instante, más cerca de la locura total.
Al parecer era atractiva para los habitantes del pueblo, la observaban con vehemencia y pasaban rápido enfrente de ella, tal vez su lectura era importante, pensé.
Tal vez era un gran atrevimiento mió el estar a su lado, estaba cansado y mañana me iría del pueblo. Un poco de pecado nunca cae mal ante los ojos de la realidad. Soy real, lo dudo bastante de mi compañera de asiento.
Hasta hace una media hora mi vida no tenia ese cierto misterio que le había dado la sonrisa de esa mujer vestida de rosa en medio de ese parque desteñido que sólo contaba con un triste árbol sin ramas, una fuente con regordetes peces y un reloj gigante que iba retrasado por dos minutos. Esa la hora real para el pueblo, tal vez era yo el inadaptado, el adelantado.
5:55; la sonrisa se perdía entre la sombra que causaba su operada nariz y sus labios que tocaban casi sus orejas. El árbol otorgaba, ya, toda su sombra a los peces de la fuente.
Las manecillas del reloj no me tentaron a preguntarle su nombre, no sé que extraño sentimiento tuve pero estuve a punto de tirarle su revista al suelo y subir a arreglar ese reloj a la hora correcta. Su sonrisa estaba ya pérdida entre el ocio y la maldad; de la ira pase al miedo, es lo más cercano que he estado de ser una persona normal.
El reloj gigante marcaba las 5:58, el mió las 6:00 en punto, me levante al tiempo en que el sacerdote se asomaba en la puerta de la catedral, en la esquina norte del parque desteñido.
En estos momentos voy completamente sólo, mi reloj marca las 7:12 y me encuentro demasiado lejos del pueblo en el que estaba esa pequeña mujer de sonrisa diabólica en la silla de un parque desteñido leyendo una revista.
Dice la leyenda de un futuro no concreto pero si certero que ella se levanto de esa banca a las 6 en punto de la tarde, mi reloj hubiera marcado otra hora, que saludó con un beso en la mano al cura, entro en la iglesia y empezó a llover. El reloj gigante se detuvo justo a las 6:01 y nunca más volvió a correr, el árbol fue robado pero los peces cuentan ahora con un techo de plástico fino para que no los queme el sol.
Cuando mi reloj se para cambio su pila, trato de que su hora sea la correcta, por lo menos en mi vida intento dar una respuesta certera a uno de los cuestionamientos populares.
Por cierto, el pueblo ya no existe.
Al igual que muchas de las columnas aquí publicadas, esta que presento, también tenía bastante polvo en su haber… …fue redactada hace bastante, bastante tiempo. La escribí cuando nuestra ex-primera dama, la celebre “Martha Sahagún” daba los primeros indicios de ser la sucesora de su también ya sagaz marido.
EL BESO.
Así que ahí estábamos, ella y yo, frente a ese enorme reloj que marcaba las 5:45 de la tarde. Era un parque desteñido, detrás de nosotros no había más que esa sombra que tapaba discretamente el sol de la hora gris y el raquítico árbol que la generaba - que no era más que el recuerdo de lo frondoso que alguna vez fue. El organillo sonaba tan sólo en los recuerdos del imposible amor perfecto.
La observe de reojo, tan sólo sonreía, pareciese que el tiempo no era importante para ella, como si esperara algo, algo que no tardara tanto. Sonreía, pues, a un futuro que parecía, era seguro para sus aspiraciones de seguir sonriendo.
A la vez que la sombra se movía de lugar poco a poco, el reloj cambiaba sus manecillas, eran casi las seis de la tarde, la sombra ahora empezaba a rozar el estante de los gordos peces que alimentaba la gente.
Nunca pensé en preguntarle su nombre, realmente no era muy bella, me llamo la atención al caminar sin rumbo alguno: esa sonrisa tan maliciosa no la tiene cualquier mujer. Me senté a su lado, el enorme reloj que nos quedaba enfrente marcaba las 5:45, ahora son las 5:50, su sonrisa está, cada instante, más cerca de la locura total.
Al parecer era atractiva para los habitantes del pueblo, la observaban con vehemencia y pasaban rápido enfrente de ella, tal vez su lectura era importante, pensé.
Tal vez era un gran atrevimiento mió el estar a su lado, estaba cansado y mañana me iría del pueblo. Un poco de pecado nunca cae mal ante los ojos de la realidad. Soy real, lo dudo bastante de mi compañera de asiento.
Hasta hace una media hora mi vida no tenia ese cierto misterio que le había dado la sonrisa de esa mujer vestida de rosa en medio de ese parque desteñido que sólo contaba con un triste árbol sin ramas, una fuente con regordetes peces y un reloj gigante que iba retrasado por dos minutos. Esa la hora real para el pueblo, tal vez era yo el inadaptado, el adelantado.
5:55; la sonrisa se perdía entre la sombra que causaba su operada nariz y sus labios que tocaban casi sus orejas. El árbol otorgaba, ya, toda su sombra a los peces de la fuente.
Las manecillas del reloj no me tentaron a preguntarle su nombre, no sé que extraño sentimiento tuve pero estuve a punto de tirarle su revista al suelo y subir a arreglar ese reloj a la hora correcta. Su sonrisa estaba ya pérdida entre el ocio y la maldad; de la ira pase al miedo, es lo más cercano que he estado de ser una persona normal.
El reloj gigante marcaba las 5:58, el mió las 6:00 en punto, me levante al tiempo en que el sacerdote se asomaba en la puerta de la catedral, en la esquina norte del parque desteñido.
En estos momentos voy completamente sólo, mi reloj marca las 7:12 y me encuentro demasiado lejos del pueblo en el que estaba esa pequeña mujer de sonrisa diabólica en la silla de un parque desteñido leyendo una revista.
Dice la leyenda de un futuro no concreto pero si certero que ella se levanto de esa banca a las 6 en punto de la tarde, mi reloj hubiera marcado otra hora, que saludó con un beso en la mano al cura, entro en la iglesia y empezó a llover. El reloj gigante se detuvo justo a las 6:01 y nunca más volvió a correr, el árbol fue robado pero los peces cuentan ahora con un techo de plástico fino para que no los queme el sol.
Cuando mi reloj se para cambio su pila, trato de que su hora sea la correcta, por lo menos en mi vida intento dar una respuesta certera a uno de los cuestionamientos populares.
Por cierto, el pueblo ya no existe.
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