El siguiente texto pertenece a una colección de columnas que he escrito (y escribo) para un diario local con el nombre de “El Bolsillo Izquierdo de Charlotte” y que aqui bien se ha abreviado meramente como "El Bolsillo Izquierdo". Son, en sí, una vía libre para la divagues de lo que veo en otros medios y miedos - tanto internos como externos - desde el tan gustado diario, hasta la lúgubre televisión (o bien mí propia mente humana). Son pues, meras miradas subjetivas que se implantan en un estilo más cosmopolita y menos local (aunque a veces se da el caso del breve roce).
EL BOLSILLO IZQUIERDO.
La siguiente columna resultó de una auto cuestión que me hiciese hace un par de días; ¿para que demonios escribo si me voy a morir? lo que me llevo a esa otra reflexión ¿le tengo miedo a la muerte?.
FINALES.
Escribo en ocasiones porque no encuentro una forma más correcta de pulir mis más insensatos pecados; para lavar los errores que se han originado por una mala técnica histriónica en mi ya inapelable sentido de repulsión. Para alegar haber dejado un legado, un recuento de experiencia -que en efecto será bastante pobre, pero que en efecto estará escrito-. Escribo pues, para describir una persona que no soy como individuo, sino únicamente para embalsamar en textos -y muy sin querer metatextos- lo que se inscribiría como directriz de vida póstuma en una biografía un poco más acomodada.
Dimito en ocasiones de la tan querida erudición popular con el pretexto de concederme el derecho a entrar de lleno al campo de la crítica y la amonestación. Admito que odio esa frase absurda y pseudo inteligible de que alguien le debe temer más a los vivos que a los muertos (en espera claro, de que se aparezca uno y veamos quien realmente nos asusta más). Acepto que me encrespa el destino último que tengo, ese de acabar vencido por la muerte.
Cuando en dicho sentido me ubico dentro de este asertivo, inmóvil, inminente e igualmente inevitable; me encuentro en una paradoja física y mental que termina siempre en una catarsis de pavor y risa intima, me lleno, pues, de un completo vacío. De un plano enteramente desocupado, de un momento sin esperas ni ritmo, de una vida sin cuerpo y de un cuerpo sin ella, de un mundo donde el tiempo existe y el campo de la ilusión le pertenece al espacio, de un diván sin reglas donde conjeturo interrogantes cada vez más absurdas que se responden con la anterior, siempre con la anterior -signo clave para entender el verdadero miedo a desparecer-. ¿Qué será de mí sin este cuerpo?
Sin el sentir devenido de un corazón roto -idealizado milenariamente como el origen del grado sentimental- únicamente seré una plasta monogámica y solitaria que recibirá los achaques de la mente de otro letal ser. Sin la reconstrucción temporal de un alma que se quiebra -símbolo por excelencia de lo intangible y patológicamente indescriptible- no seré más que el prisionero de una lógica que rebosante gritará en toda dirección que hemos de desaparecer, otra vez, y hemos de desaparecer sin cuerpos. ¿Qué será de mi sin este cuerpo?, ¿sin un vidrioso y saltadizo corazón?, ¿sin una frágil e inconsistente alma? Posiblemente es por eso que morimos, por que ya no nos merecemos el sufrir más.
De vez en cuando ese sin sentido me aborda, me derrota y me deja tirado en la cama por unos minutos con un exquisito y gustoso sentir masoquista de un dejo de dolor. No hay mejor momento de reflexión que la mirada real a lo infinitamente insignificante que somos. Tirado en esa cama con un dolor interno que abarca todo el cuerpo, no me queda mejor vista de lo que terminaré siendo.
En ocasiones peco. No me refiero al hecho religioso de fallar a una doctrina devota y/o secular, sino a la auto-traición, al hecho de abnegarme a mí revolucionaria manía de intentar escapar. Peco y dejo de ser, mutó y dejo de mutar -más por convicción que por control sobre mí mismo-. No cabe duda, somos un elegante y distinguido experimento fallido -si por lo menos fuéramos un palíndromo social más correcto y menos complejo.
Confieso arbitrariamente mi escueto miedo a morir, ningún tipo de fe me lo ha logrado sacar de la mente todavía; por más que me niego a ellas, el miedo no desaparece por completo (aunque en efecto ha disminuido). Me niego a detallar la imagen mental de un Dios que castiga y ama, que perdona para después juzgar. Me la oculto por el sentir de que somos nosotros los que le hemos aprendido esas manías; en el sobrentendido social de un discurso ya desgastado y oficialista que la religión ha dictado por siglos como institución humana.
No soy un escritor perteneciente al círculo de los escritores (reales). Sólo escribo en ocasiones porque no encuentro forma más correcta para no morir mientras vivo.
EL BOLSILLO IZQUIERDO.
La siguiente columna resultó de una auto cuestión que me hiciese hace un par de días; ¿para que demonios escribo si me voy a morir? lo que me llevo a esa otra reflexión ¿le tengo miedo a la muerte?.
FINALES.
Escribo en ocasiones porque no encuentro una forma más correcta de pulir mis más insensatos pecados; para lavar los errores que se han originado por una mala técnica histriónica en mi ya inapelable sentido de repulsión. Para alegar haber dejado un legado, un recuento de experiencia -que en efecto será bastante pobre, pero que en efecto estará escrito-. Escribo pues, para describir una persona que no soy como individuo, sino únicamente para embalsamar en textos -y muy sin querer metatextos- lo que se inscribiría como directriz de vida póstuma en una biografía un poco más acomodada.
Dimito en ocasiones de la tan querida erudición popular con el pretexto de concederme el derecho a entrar de lleno al campo de la crítica y la amonestación. Admito que odio esa frase absurda y pseudo inteligible de que alguien le debe temer más a los vivos que a los muertos (en espera claro, de que se aparezca uno y veamos quien realmente nos asusta más). Acepto que me encrespa el destino último que tengo, ese de acabar vencido por la muerte.
Cuando en dicho sentido me ubico dentro de este asertivo, inmóvil, inminente e igualmente inevitable; me encuentro en una paradoja física y mental que termina siempre en una catarsis de pavor y risa intima, me lleno, pues, de un completo vacío. De un plano enteramente desocupado, de un momento sin esperas ni ritmo, de una vida sin cuerpo y de un cuerpo sin ella, de un mundo donde el tiempo existe y el campo de la ilusión le pertenece al espacio, de un diván sin reglas donde conjeturo interrogantes cada vez más absurdas que se responden con la anterior, siempre con la anterior -signo clave para entender el verdadero miedo a desparecer-. ¿Qué será de mí sin este cuerpo?
Sin el sentir devenido de un corazón roto -idealizado milenariamente como el origen del grado sentimental- únicamente seré una plasta monogámica y solitaria que recibirá los achaques de la mente de otro letal ser. Sin la reconstrucción temporal de un alma que se quiebra -símbolo por excelencia de lo intangible y patológicamente indescriptible- no seré más que el prisionero de una lógica que rebosante gritará en toda dirección que hemos de desaparecer, otra vez, y hemos de desaparecer sin cuerpos. ¿Qué será de mi sin este cuerpo?, ¿sin un vidrioso y saltadizo corazón?, ¿sin una frágil e inconsistente alma? Posiblemente es por eso que morimos, por que ya no nos merecemos el sufrir más.
De vez en cuando ese sin sentido me aborda, me derrota y me deja tirado en la cama por unos minutos con un exquisito y gustoso sentir masoquista de un dejo de dolor. No hay mejor momento de reflexión que la mirada real a lo infinitamente insignificante que somos. Tirado en esa cama con un dolor interno que abarca todo el cuerpo, no me queda mejor vista de lo que terminaré siendo.
En ocasiones peco. No me refiero al hecho religioso de fallar a una doctrina devota y/o secular, sino a la auto-traición, al hecho de abnegarme a mí revolucionaria manía de intentar escapar. Peco y dejo de ser, mutó y dejo de mutar -más por convicción que por control sobre mí mismo-. No cabe duda, somos un elegante y distinguido experimento fallido -si por lo menos fuéramos un palíndromo social más correcto y menos complejo.
Confieso arbitrariamente mi escueto miedo a morir, ningún tipo de fe me lo ha logrado sacar de la mente todavía; por más que me niego a ellas, el miedo no desaparece por completo (aunque en efecto ha disminuido). Me niego a detallar la imagen mental de un Dios que castiga y ama, que perdona para después juzgar. Me la oculto por el sentir de que somos nosotros los que le hemos aprendido esas manías; en el sobrentendido social de un discurso ya desgastado y oficialista que la religión ha dictado por siglos como institución humana.
No soy un escritor perteneciente al círculo de los escritores (reales). Sólo escribo en ocasiones porque no encuentro forma más correcta para no morir mientras vivo.
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