VÍA LIBRE
El presente texto nació el día que alguien me hizo revalorar mi labor como supuesto fotógrafo – cosa que no soy. Se me prometió, en aquella vez, un espacio para exponer parte de mi trabajo, el de aquellas imágenes que en ocasiones detengo. Este texto, pues, es lo que surgió como una reflexión personal de mi labor como…
Asimismo, serviría como la introducción a la colección que presentaría.
LAS COSAS, COSAS SON.
Muy a pesar de los ascéticos comentarios que he recibido de mis allegados en la onírica experiencia del cotidiano vivir, sigo creyendo fuertemente que mi muerte aparecerá de repente, como si nada, con la vulgar imagen de un carrito de supermercados dirigiéndose a mí abnegado cuerpo después de haber sufrido algún tipo de infarto. Tirado, tardío y con menos fuerzas que un acorralado sueño en la realidad; estaré más como un pedazo de carne en desuso que como lo que fue una vida. Será, pues, ese choque brutal del carrito de supermercado con mi cuerpo lo que liquidase de tajo el camino hacía aquella luz al final del túnel en el viejo cliché espiritista. Empero, la creencia siempre se separa del último halito del deseo, ya que si en la humilde herencia humana del desear, alguien me preguntase como apetecería morir, tal vez contestara de una forma distinta a la de aquella que me aqueja desde la natural comedia negra. En el legado de mis hábitos podría mencionar que mis deseos son los de apagar el corazón en una azotea, de noche, sentado en una silla de plástico corriente, con una botella de vino en la mano y una grabadora a lado que hiciera resonar algún jazz aletargado, de preferencia alguna tonada de Gillespie o de Pass.
Y mencionó la muerte porque la muerte da vida. En todo caso, no tenemos otra opción que creer en eso. Y es que las imágenes de un empleador de cámara amateur como lo soy, no me dejan más creencia que esa.
Soy un asesino confeso, desde pequeño lo sé, amante de la muerte, adorador de lo eventual. En todo caso, soy más un cuenta-cuentos que lo que pareciese un creador de imágenes. Verdugo de una realidad por medio de la mirada en pos de un regalo casi eterno (por lo menos más que un hombre).
Ven, toma, te regalo mi mundo, tu mundo, nuestro mundo. Tan sólo quiero que lo veas desde mí. Iba caminando por la calle, ya sabes, lento, agraviado por el aire y entumecido por los diálogos que se escuchan en cada esquina. Y así, de la nada, como lo será también mi muerte, decidí asesinar ese vigoroso ritmo urbano que sitiaba el edificio donde te vi por vez primera. ¿Cuántas veces hemos estado ahí?, ¿Dos, tres?, ¿Fue ahí donde nos conocimos? No lo recuerdo, pero hoy evoque ese momento. Por cuestión del pasado decidí que fuera en blanco y negro, por cuestión de un semáforo, la tome desde el suelo. No lo sé, me gustó el resultado. Si alguien me cuestionara sobre ella no sabría que decir. Es una realidad asesinada, no hay más vida dentro de ella que lo que cada persona le dará. Ves, la muerte da vida y a mi me encanta desnucar esa realidad que nos abruma; darle un respiro, detenerla, perpetuarla para encontrar en ella historias que después podré contar como mías. Al fin y al cabo yo estuve ahí.
Ven, toma, te regalo tu calle, vista desde mí. Quiero que entiendas que es lo que veo cada que me acerco a tu casa. Debo admitir que siempre he creído que en esa casa amarilla se realizan orgías. Tengo una foto acerca de eso, la tome un día después de observar como entraban tres tipos afeminados. No te preocupes, sabes que no soy del todo lúcido. ¿Te he contado como quiero morir? ¿Alguna vez intente hacerte reír con la absurda historia del carrito de supermercados? Son sólo imágenes más que me invento cuando no llevo mi cámara.
Ven, toma, te regalo un asesinato más, este es de la playa, de paso te regalo parte de mí mirada. De esta forma, creo, le doy la vuelta a aquella guapa frase que cantase Tizoc. ¿La recuerdas? A mi me la enseño Nicanor, un amigo imaginario que tenía de niño. En ocasiones aún se asoma arriba de mi hombro a aconsejarme como ver está ciudad que en ocasiones comparto asesinándola.
El presente texto nació el día que alguien me hizo revalorar mi labor como supuesto fotógrafo – cosa que no soy. Se me prometió, en aquella vez, un espacio para exponer parte de mi trabajo, el de aquellas imágenes que en ocasiones detengo. Este texto, pues, es lo que surgió como una reflexión personal de mi labor como…
Asimismo, serviría como la introducción a la colección que presentaría.
LAS COSAS, COSAS SON.
Muy a pesar de los ascéticos comentarios que he recibido de mis allegados en la onírica experiencia del cotidiano vivir, sigo creyendo fuertemente que mi muerte aparecerá de repente, como si nada, con la vulgar imagen de un carrito de supermercados dirigiéndose a mí abnegado cuerpo después de haber sufrido algún tipo de infarto. Tirado, tardío y con menos fuerzas que un acorralado sueño en la realidad; estaré más como un pedazo de carne en desuso que como lo que fue una vida. Será, pues, ese choque brutal del carrito de supermercado con mi cuerpo lo que liquidase de tajo el camino hacía aquella luz al final del túnel en el viejo cliché espiritista. Empero, la creencia siempre se separa del último halito del deseo, ya que si en la humilde herencia humana del desear, alguien me preguntase como apetecería morir, tal vez contestara de una forma distinta a la de aquella que me aqueja desde la natural comedia negra. En el legado de mis hábitos podría mencionar que mis deseos son los de apagar el corazón en una azotea, de noche, sentado en una silla de plástico corriente, con una botella de vino en la mano y una grabadora a lado que hiciera resonar algún jazz aletargado, de preferencia alguna tonada de Gillespie o de Pass.
Y mencionó la muerte porque la muerte da vida. En todo caso, no tenemos otra opción que creer en eso. Y es que las imágenes de un empleador de cámara amateur como lo soy, no me dejan más creencia que esa.
Soy un asesino confeso, desde pequeño lo sé, amante de la muerte, adorador de lo eventual. En todo caso, soy más un cuenta-cuentos que lo que pareciese un creador de imágenes. Verdugo de una realidad por medio de la mirada en pos de un regalo casi eterno (por lo menos más que un hombre).
Ven, toma, te regalo mi mundo, tu mundo, nuestro mundo. Tan sólo quiero que lo veas desde mí. Iba caminando por la calle, ya sabes, lento, agraviado por el aire y entumecido por los diálogos que se escuchan en cada esquina. Y así, de la nada, como lo será también mi muerte, decidí asesinar ese vigoroso ritmo urbano que sitiaba el edificio donde te vi por vez primera. ¿Cuántas veces hemos estado ahí?, ¿Dos, tres?, ¿Fue ahí donde nos conocimos? No lo recuerdo, pero hoy evoque ese momento. Por cuestión del pasado decidí que fuera en blanco y negro, por cuestión de un semáforo, la tome desde el suelo. No lo sé, me gustó el resultado. Si alguien me cuestionara sobre ella no sabría que decir. Es una realidad asesinada, no hay más vida dentro de ella que lo que cada persona le dará. Ves, la muerte da vida y a mi me encanta desnucar esa realidad que nos abruma; darle un respiro, detenerla, perpetuarla para encontrar en ella historias que después podré contar como mías. Al fin y al cabo yo estuve ahí.
Ven, toma, te regalo tu calle, vista desde mí. Quiero que entiendas que es lo que veo cada que me acerco a tu casa. Debo admitir que siempre he creído que en esa casa amarilla se realizan orgías. Tengo una foto acerca de eso, la tome un día después de observar como entraban tres tipos afeminados. No te preocupes, sabes que no soy del todo lúcido. ¿Te he contado como quiero morir? ¿Alguna vez intente hacerte reír con la absurda historia del carrito de supermercados? Son sólo imágenes más que me invento cuando no llevo mi cámara.
Ven, toma, te regalo un asesinato más, este es de la playa, de paso te regalo parte de mí mirada. De esta forma, creo, le doy la vuelta a aquella guapa frase que cantase Tizoc. ¿La recuerdas? A mi me la enseño Nicanor, un amigo imaginario que tenía de niño. En ocasiones aún se asoma arriba de mi hombro a aconsejarme como ver está ciudad que en ocasiones comparto asesinándola.
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